jueves, 29 de diciembre de 2011

Augurio o mucha felicidad en este año

Me vuelvo al oír el sonido de la campanita de la puerta, que anuncia la llegada de un nuevo cliente. Clienta, en este caso. La chica joven que acaba de entrar se dirige al mostrador e intercambia unas palabras con el dependiente quien, acto seguido, la invita a que lo acompañe hasta unos anaqueles que se hallan al fondo del establecimiento. Por lo visto, la muchacha está interesada en los vinilos de los estantes superiores. Para mi sorpresa, en lugar de bajarle los discos que la clienta solicita, el dependiente le acerca un pequeño taburete y se refugia de nuevo tras el mostrador para continuar pasando lánguidamente las hojas de un cómic. Desde la distancia, dictamino que se trata de un Zipi y Zape aunque puedo equivocarme. La chica sube los tres peldaños y comienza a estudiar con evidente interés (y algo de audacia ya que el taburete cojea ostensiblemente) las carpetas de los álbumes. Lleva zapato plano.

Debo reconocer que su presencia me alivia en cierto modo ya que me resulta bastante incómodo permanecer en un establecimiento comercial como único comprador en potencia. Aunque en este caso la actitud del responsable de la tienda pueda hacer pensar que va a invertir su tiempo en cualquier cosa menos en lo que tanto temo y detesto, el quedarme solo conlleva el riesgo evidente de verme asediado por un encargado profesional, de tener que contestar sus preguntas, las oportunas y las inoportunas, de revelar, en suma, qué es lo que me ha atraído hasta su local. Y yo lo que busco en esta clase de tiendas es, simplemente, tranquilidad. Tiempo para mí mismo. Para mis caprichos. Tiempo de ocio. Nada más que eso y, por lo tanto, nada en concreto. Continúo la inspección del alargado cajón de madera de pino que la aparición de la muchacha ha interrumpido. Escojo el separador que dice Europa. Es donde me había detenido después de haber revisado ya la selección de tarjetas catalanas y españolas. Paseo las yemas de los dedos por encima del borde superior de buena parte de las postales de aquel apartado, hasta más o menos donde creo haberme quedado. Desde que tengo uso de razón me ha gustado curiosear, buscar tarjetas postales originales, diferentes, antiguas. Supongo que esta afición mía debe de venir de aquellos concursos que veíamos en televisión, hace años, en los cuales los ganadores de premios fabulosos se dilucidaban lanzando al aire un puñado de postales que los conductores de los programas sacaban de grandes urnas de metacrilato. Presentadores y azafatas de inconmovible honestidad se zambullían entre todas esas postales enviadas por los televidentes de todos los rincones de España y escogían una al azar, esas postales que conformaban una especie de mar de papel que yo, desde casa, miraba con embeleso. La comodidad y la inmediatez de las llamadas telefónicas y de los mensajes de móvil han acabado sustituyendo la magia de las tarjetas de alegre colorido. Eran otros tiempos.

Las paso una a una. Vislumbro estampas urbanas del pasado, grandes monumentos conocidos, o no, en blanco y negro, y saco de entre todas ellas la imagen de una pícara mujer morena que me sonríe con descaro y que supongo había sido una estrella del music-hall o algo parecido. La devuelvo al cajón tras comprobar, por curiosidad, que no tiene nada escrito en el reverso. Una Torre Eiffel, un hotel enmarcado en un paisaje alpino, dos ciclistas en una ciudad inglesa que no puedo identificar pero que podría haber sido Liverpool. O Manchester. O Birmingham. Extraigo una postal de color sepia, mate, sin saber muy bien la razón que me ha hecho escoger precisamente ésa y no la de delante o la de detrás. Se trata de una mole arquitectónica tomada al bies, desde la izquierda. Un frondoso árbol oculta gran parte del imponente edificio. Quizás sea neoclásico porque en lo que parece la entrada principal se distinguen, a pesar del espeso follaje, altas columnas, diría que jónicas, rematadas por el principio de un frontón. Es obvio que no tengo ni idea de arquitectura ni de neoclasicismo y esta circunstancia me impide también dilucidar si se trata de una mansión familiar o de un edificio civil. Me inclino, no obstante, por lo segundo. Conjeturo que la imagen corresponde a una ciudad centroeuropea. Es la sensación que me da el conjunto. Del norte de Francia o de Austria o de Alemania o vaya usted a saber si de Suiza. El tejado bien pudiera ser de pizarra. La construcción tiene cuatro plantas. La segunda y la tercera albergan grandes ventanales y balcones, en tanto que en la cuarta todo son ventanas y más bien pequeñas. De la primera no se puede decir gran cosa porque la tapan la verja y la vegetación que dan a la calle. Es una avenida desierta, más o menos ancha, que se pierde a la izquierda de la imagen, donde asoma borroso otro edificio similar al principal. Sobre el adoquinado se distinguen unas sombras, cuatro o cinco, que me atrevería a asegurar que son palomas. Es imposible determinar si hacía buen día o si, por el contrario, cuando fue tomada la fotografía existía una amenaza real de lluvia porque el cielo tiene el mismo color sepia de las aceras o de las molduras de la fachada. Le doy la vuelta y compruebo que ésta sí que está escrita. Leo la letra alta y picuda, inclinada a la derecha, una letra antigua como la imagen de la construcción, trazada con tinta negra desvaída, casi marrón ya, una letra de ésas que ya nadie utiliza:

Muchas gracias. Le deseamos también mucha felicidad en este año. Esperanza no está aún aquí, le escribiré lo que V. dice. Afectuosos saludos de todos

y la firmaba una tal Paz o acaso ése fuese sólo el deseo del autor o autora de esas líneas. La postal estaba dirigida al Señor Profesor Gustavo Oyarzún, que vivía en la calle Miguel Ángel número 12, de Madrid. Fechada en Munich el ocho de enero de 1939. Lo dice la letra picuda de Paz sobre el encabezamiento de la nota y lo corrobora el matasellos estampado sobre la cara rosa de un bigotudo prohombre alemán cuya gloria pasada fue tasada en su día en quince céntimos. Intento recordar un año más triste en la historia reciente europea, alemana y española que 1939, y trato de imaginar las penurias que habría podido pasar hasta entonces el profesor Gustavo Oyarzún o lo que le esperaría a Paz a partir de esa fecha fatídica. Sonrío pero la sonrisa que ha aflorado en mis labios no quiere decir nada, es inconsciente pero también es amarga. Una sonrisa o una mueca, mejor, de pesadumbre. De repente, la chica de los vinilos lanza una exclamación de alegría que me saca de mi ensoñación de manera brusca. Me giro y veo que le está enseñando al del mostrador, todavía subida al taburete, un larga duración en cuya carpeta negra se lee en grandes caracteres Ten years after. Aprovecho que éste ha levantado la vista del tebeo para mostrarle la postal y le pregunto cuánto cuesta cada una. Responde sin vacilar una cifra que se me antoja algo elevada. La guardo en el bolsillo izquierdo de la americana y decido no continuar examinando las pocas tarjetas del cajón que me faltan. Ya tengo lo que quiero. Mucha felicidad en este año.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La vocación

Abrió el baúl donde el pequeño guardaba los juguetes y sus tesoros. Hizo a un lado el coche teledirigido, los muñecos articulados, el cohete espacial y el barco pirata. No había, aparentemente, nada extraño ni fuera de lugar. Descolgó la bata escolar y registró sus bolsillos. Tres canicas, una gominola verde y reseca y un puñado de cromos de la liga de fútbol sujeto con una goma elástica. Confundida, se sentó en la camita de su hijo, sin saber muy bien qué había esperado encontrar. ¿Un mazo, un código civil? Sonaba ridículo. La tutora no había querido inquietarla, eso al menos le había dicho, pero se había sentido en la obligación de comentarle lo que su hijo había escrito en clase. En su redacción, Carlitos decía que, de mayor, quería ser letrado (ni siquiera había utilizado la palabra abogado) y que no anhelaba ser astronauta, espía o bombero, como sus compañeros, sino apelar sentencias y pactar con fiscales.

Al levantar la vista descubrió al pequeño observándola en silencio, desde quién sabía cuánto tiempo, apoyado en el marco de la puerta. Sus labios parecían más finos, su piel más pálida, su mirada más fría, inescrutable. Sonreía. La madre sintió un escalofrío.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Fiesta infantil de altos vuelos

No ha tenido un buen día. Está cansado y de mal humor y se ha visto obligado a trabajar en domingo en una fiesta infantil cuando tendría que estar en casa de su novia intentando arreglar una relación que parecía abocada al fracaso. O visitando a su padre, sumido en una depresión tras la traumática muerte de su perro Moebius, atropellado por un coche hacía más de un mes. El payaso pretende relajarse tras la actuación y aprovecha que los niños se han arremolinado alrededor de la larga mesa en el otro extremo del jardín para fumar un pitillo sentado a la sombra del pino solitario, junto a la cerca. La madre del joven anfitrión corta y reparte los pedazos de tarta de chocolate entre los chiquillos que ya han tomado asiento delante de sus platos de plástico mientras el padre y la hermana mayor del homenajeado sirven refrescos de naranja y cola. El payaso apoya la espalda en el tronco. Disfruta de la primera calada y deja caer la mano que sostiene el cigarrillo sobre la rodilla. Apenas un instante de descanso: dos de los niños le han seguido hasta allí y le observan divertidos. Los reconoce. El de los pantalones cortos y camisa azul abotonada hasta el cuello estuvo dándole patadas en las espinillas durante el espectáculo malabar de los cucharones en tanto que el de los dientes cariados y las orejas despegadas intentó sabotear con cierto éxito su imitación del cerdo revolcándose en el fango, uno de sus números más celebrados. El más alto, el de las orejas, le da un codazo a su amigo y le dice algo al oído. Sonríen. El payaso apaga el pitillo recién encendido en la suela del zapatón izquierdo y lo guarda en el bolsillo del chaleco de topitos, de donde saca unos guantes blancos y la nariz de goma que vuelve a colocarse con evidente hastío. Toma la chistera que había dejado a su derecha y la ajusta sobre la peluca rizada antes de levantarse y sacudirse las briznas de césped del pantalón. Les guiña el ojo. El más pequeño de los dos le responde del mismo modo. De repente, el payaso extiende los brazos en cruz, como un gimnasta a punto de realizar su ejercicio en una competición importante. ¿Queréich que och encheñe una cocha muy divertida?, les pregunta abusando de la che, como la mayor parte de los clowns, y con una voz nasal de constipado morrocotudo también muy propia de los de su gremio. Los niños responden afirmativamente con enérgicos cabezazos de asentimiento. ¿Queréich aprender a volar?, inquiere el payaso a la vez que comienza a mover sus brazos arriba y abajo, muy rectos, como un autómata. Los pequeños espectadores en principio ríen pero cuando se dan cuenta de que los pies del señor de la chistera se levantan unos centímetros del suelo no pueden evitar quedarse con la boca abierta. ¡Vamoch, amiguitoch, chi ech muy chenchillo!, les anima el payaso volador, ¡moved vuechtroch brachitoch, movedloch como hago yo! Los niños están tan sorprendidos que no reaccionan en un primer momento. ¡Vamoch!, ¿qué och pacha? Cuestiona el valor de los críos con una risotada burlona, incluso un punto cruel. Herido en su amor propio, comienza el pequeño de los pantalones cortos a batir sus alas imaginarias y se eleva un palmo. Y luego dos palmos. Le imita su amigo, todavía con la boca entreabierta. Vuela también. Sus miradas, iluminadas por la ilusión de vivir una experiencia de tal calibre, se encuentran en el aire. ¡Parecen dos gorrioncillos! Gritan el notición a sus amiguitos a voz en cuello pero éstos se encuentran demasiado lejos y no pueden oírles. ¡Ech muy importante que no dejéich de mover los brachoch!, les advierte, ¡chi lo hichiecheich, caeríaich! Los pequeños agitan sus brazos con mayor rapidez, a una velocidad endiablada, están excitados, ríen, ríen, no paran de reír. Ganan altura. Vuelan incluso por encima del payaso, que mantiene el ritmo pausado del principio y no les pierde de vista para poder seguir aconsejándoles. Ahora los niños quieren compartir el uno con el otro el sentimiento de felicidad que les invade pero les resulta imposible dominar las carcajadas y expresar con palabras el gozo absoluto que experimentan durante su primer vuelo. El mantel a cuadros blancos y rojos que cubre la mesa dispuesta en forma de ele mayúscula, junto a la casa, sus amigos y compañeros de la escuela, se ven cada vez más pequeños desde el aire. ¡Bravo, bravíchimo, cheguid achí!, les alienta, ¡cheguid moviendo loch brachoch, mach rápido, mach rápido! Los chicos se elevan verticalmente cada vez más deprisa, le preguntan al payaso si lo hacen bien. Lo estáich hachiendo de puta madre, masculla ya para sí el animador de la fiesta de cumpleaños una vez alcanza una rama que parece lo suficientemente resistente y consigue sentarse en ella. Lanza la nariz lo más lejos que puede y recupera el cigarrillo que poco antes había intentado disfrutar a la sombra de aquel árbol. Lo enciende. Lo paladea. Disfruta de su descanso y se nota. Lo estáich hachiendo de puta madre, insiste más alto. Sin embargo, los niños ya no le escuchan. Apenas son dos puntitos cada vez más insignificantes que se pierden en el cielo. También a él le resulta complicado distinguir sus gritos de terror. Lo estáich hachiendo de puta madre, repite una vez más.

domingo, 4 de diciembre de 2011

El estreno

En la puerta había una gorra negra. Mi tío me había dado unas perras y ninguna seña más. Para que te estrenes, me había dicho, pero de esto, a tu padre, ni media palabra. Pasé la tarde dando vueltas a la plaza porticada, buscando aquella enigmática gorra en los pomos de las puertas, asomándome en las porterías por si la encontraba colgada en su interior. El barquillero saludaba con la mano y una mulataza que se arreglaba los pies sentada en un portal sonreía cada vez que pasaba. ¿Vienes de parte de Eduarro?, preguntó, al fin. Al tío le decían así porque no sabía pronunciar la de.