viernes, 28 de diciembre de 2012

Milagro en San Rodrigo

Era el tonto del pueblo. Tenía dieciocho años y le seguían llamando el Ramoncito. El Ramoncito era un retaco asilvestrado, de fuerte complexión, boca permanentemente abierta y belfo colgante, que pastoreaba las ovejas desde niño. Ocupó el lugar de su padre, el pastor, que había muerto en la guerra. Bueno, durante la guerra. Se cayó a un pozo y se rompió el cuello. El chico no tenía muchas luces, pero le gustaban los animales y cuidó del rebaño con verdadera dedicación. Bautizó a cada una de las ovejas y jamás extravió una. Invisible entre unos animales más grandes que él, el rebaño sin pastor. Desde que tenía diez años salía cada mañana con las ovejas y no volvía hasta tarde. Para distraerse hacía saltar piedras en el río, tocaba una pequeña flauta que había sido de su padre y, sobre todo, contaba. Le gustaba contar las ovejas, contar los árboles, las nubes, los cantos rodados del río, los agujeros de las balas en el puente de piedra. Así creció el Ramoncito, lerdo, sin apenas ir a la escuela, sin preguntarse nada que no tuviera que ver con sus ovejas.

Una calurosa mañana de mayo, el Ramoncito se detuvo, como de costumbre, en la abandonada ermita de San Rodrigo. El muchacho solía hacer un alto en su ruta hasta el prado para refrescarse en la fuente que manaba de unas rocas junto al camino, mientras los animales pacían entre las sacras ruinas. Sin embargo, aquel día el conjunto estaba iluminado por una luz diferente, más brillante. Miró al cielo, pero el sol no era el causante de aquella extraña luminosidad. Parecía un resplandor procedente de detrás de los abedules, de la fuente. El Ramoncito se dirigió curioso hacia allí y conforme se acercaba oía cada vez con mayor nitidez unas voces cristalinas que entonaban una melodía, la más bella que jamás había escuchado. Junto a la fuente encontró a un hombre delgado de barba cuidadosamente recortada, vestido con un hábito de saco, que le miraba con expresión serena. La luz parecía emanar de su figura. El Ramoncito cayó de hinojos y se santiguó.

- Loado seas, Ramoncito.
- ¡Un santo!
- No, Ramoncito, no soy un santo.
- Sí que lo es.

El Ramoncito no se iba a dejar engañar tan fácilmente. La luz, las voces angelicales y la limpia mirada de aquel hombre vestido de monje se ajustaban a lo que le había contado su padre respecto a las apariciones divinas. Bueno, no exactamente. Su padre le había explicado que la Virgen siempre se aparecía a los pastorcillos de los pueblos, invariablemente junto a la fuente. El Ramoncito no era muy listo, pero era consciente de que a sus dieciocho años ya no podía considerarse un pastorcillo y de que aquel señor barbudo con tonsura no era la Virgen María. Por lo tanto, debía de tratarse de un santo.

- No soy un santo, Ramoncito, soy Ruy López de Segura.
- ¿Quién?
- Ruy López, de Zafra.
- ¿Y la musiquilla?
- Este tipo de coro acompaña a todas las apariciones. Soy una aparición, no un santo.
- ¿Una aparición?
- Ramoncito, observo por el retintín de vuestras preguntas y la altura que alcanza vuestra ceja derecha que mostráis cierta reticencia a creer lo que os digo. Por favor, relajaos y escuchad lo que os tengo que contar. Y guardad esa navaja, por el amor de Dios.

Todavía de rodillas, el pastor cerró la navaja, lanzando una mirada entre suspicaz y decepcionada al iridiscente personaje del hábito.

- ¿Y quién dice que es usted?
- Soy Ruy López, obispo de Segura, el más famoso ajedrecista del siglo XVI. 
- ¿Jerecista?

Ruy López miró al cielo. Tenía una dura tarea por delante. Se preguntó si el maldito Paolo Boi tendría las mismas dificultades para las conversiones en el sur de Italia, donde solía obrar.

- Ajedrecista. El ajedrez es un juego que enfrenta a dos rivales que conducen sus ejércitos de madera utilizando su intelecto. Inteligencia, quiero decir. ¿Me entendéis? Os he escogido a vos, Ramoncito, sois el elegido de Ruy López de Segura. Es mi voluntad que dediquéis vuestra vida al ajedrez y os convirtáis en un gran ajedrecista.
- Verá, don Ruiz López, me siento muy halagado pero, verá usted, es que… bueno, en definitiva, creo que no soy el más indicado.
- No seáis modesto, Ramoncito.
- No se trata de modestia, señor, se trata de que soy tonto.
- Oh, no creáis que para destacar en el noble juego hay que ser una lumbrera. Hay que dedicarle mucho tiempo, eso sí, y vos tenéis grandes ratos de ocio con vuestras ovejas.
- Hummm. Y, ¿por qué yo, maestro?
- He observado en vos unas condiciones excepcionales. Sois un gran aficionado a las matemáticas, os he visto cómo numeráis todo lo que os rodea, y sois un hombre piadoso. Piadoso, solitario y raro, que es lo principal. Bueno, también ha influido bastante en la decisión que sois el único que pasáis por esta ermita, como bien sabéis, dedicada a mi tocayo San Rodrigo. Y de maestro nada, mi régimen de apariciones es muy restringido, así que no podéis contar conmigo para que conduzca vuestro aprendizaje. Ésta es mi voluntad y en vuestra mano está…
- Entonces, ¿cómo aprendo a jugar? ¿Quién me va a enseñar?
- No volváis a interrumpir mi prédica, me molesta sobremanera. Dirigíos allá donde se reúnen los hombres sabios del pueblo y preguntad quién de ellos os puede enseñar tan linajudo juego.
- ¿En la iglesia, en el ayuntamiento, en el cuartel de la Guardia Civil?
- En la taberna, Ramoncito, en la taberna.

Y la figura de Ruy López se desvaneció, llevándose consigo el refulgente halo y la arrebatadora melodía que le acompañaban. Con gran desasosiego, el Ramoncito decidió dar por finalizada la jornada y deshacer el camino andado. Devolvió las ovejas al redil y bajó corriendo por el sendero camino del pueblo. En menos de veinte minutos cruzaba la plaza y entraba en la taberna. En la barra Sabino, que era un excelente poeta, Tomás y el Berraquero discutían sobre la suplencia de Machín en el último partido del Atlético Aviación.

- ¿Me podéis enseñar a jugar al ajedrez?
- Caramba, Ramoncito, hacía mucho que no te veíamos por aquí. ¿A qué vienen esas prisas? Tómate un chinchón, hombre.
- No puedo. Tengo que aprender a jugar al ajedrez.
- Bueno, hombre, bueno. Menudas inquietudes con las que se presenta éste. Pregúntale al señor Onofre, seguro que él te puede ayudar.

Entre risas, los tertulianos señalaron con el dedo la mesa del rincón, de la que el señor Onofre se estaba levantando en ese preciso instante, dando por finalizada la partida de dominó que había jugado con el boticario, el barbero y el Romerito, uno que quería ser torero. El señor Onofre era un anciano grueso y de gran envergadura, que vestía con pulcritud. Había sido el maestro del pueblo hasta hacía unos años. Ahora estaba escribiendo una historia de la comarca, que había alcanzado una gran prosperidad en tiempo de los romanos. Era el cronista del pueblo, la eminencia local a la que todos acudían cuando tenían un asunto espinoso entre manos. Y la solución al tremendo problema del Ramoncito.

- Señor Onofre, ¿me podría enseñar a jugar al ajedrez?
- ¿Cómo dices, hijo?
- Quiero aprender a jugar al ajedrez.
- Me sorprende lo que me pides, Ramoncito. En lo poco que viniste a la escuela no demostraste demasiada capacidad de concentración, tan necesaria para ese juego.
- ¿Perdón, qué me decía?
- Nada, nada. Acompáñame a casa, por favor.

La casa del viejo maestro estaba al otro lado de la plaza. Entraron en lo que debía de ser la estancia principal y el señor Onofre invitó al joven a tomar asiento. El anciano desapareció tras una cortina y volvió con un tablero de ajedrez, un juego de piezas y dos libritos polvorientos.

- Yo no puedo darte clases. Tengo que acabar la magna obra que me tiene tan ocupado desde que dejé la escuela. Tampoco tú puedes perder tu tiempo bajando al pueblo porque descuidarías las ovejas. Creo que lo mejor será que bases tu aprendizaje en estos dos libros, los puedes estudiar mientras los animales pacen. Si no entiendes algo, no dudes en venir a preguntármelo. Me encontrarás sumido en las arduas tareas de investigación, documentación y redacción de mi monumental historia. En el bar, por supuesto. Hala, ve con Dios.

Después de recibir un par de amistosos golpecitos en la espalda, el Ramoncito se encontró en la plaza, con el ajedrez y los dos libros. Se sentía un ser privilegiado, ya que había sido escogido por un santo (no le había podido engañar) para acometer una empresa única. Volvió a su casa, dispuesto a comenzar los estudios al día siguiente. 

El pastor se centró por completo en el ajedrez. Cada día metía en su zurrón el juego y los dos libros del señor Onofre y se dedicaba a estudiar los movimientos de las piezas, la notación de las partidas, a repasar conceptos básicos a la sombra de un árbol mientras los animales pastaban. Por la noche, después de la cena, continuaba la jornada reconstruyendo algunas partidas reproducidas en los libros del viejo maestro, temeroso de defraudar a San Ruiz López. Pero al Ramoncito le costaba asimilar los nuevos conocimientos, por lo que con frecuencia bajaba a la taberna del pueblo a consultarle al señor Onofre sus dudas. El cronista debía recordarle cómo movía el caballo cada semana. Nunca tuvo alumno más torpe y sólo conseguía soportar aquellas sesiones, con más bravura que estoicismo, a base de darle tientos a la botella de chinchón que diligentemente colocaba el tabernero en su mesa cada vez que el Ramoncito hacía acto de presencia en el local.

Un día, el Ramoncito entró en el bar apretando los libros contra su pecho y se dirigió con paso decidido a la mesa del señor Onofre:

- Señor Onofre, ¿puedo enseñarle la partida que jugué ayer con Basilio?
- Por supuesto, hijo.

El señor Onofre cerró el diario con expresión de resignación cristiana. Llamó al mozo que se ocupaba de la barra, cuyo parecido físico con Paulino Uzcudun era realmente notable y al que podía considerársele tan buen poeta como Sabino, y le pidió que les trajese el juego de ajedrez que desde hacía años se moría de risa en el almacén. Se trataba de un juego muy antiguo de madera que los parroquianos habían utilizado mucho antes de la guerra. El pastor colocó las piezas con dificultad ante la silenciosa mirada del viejo historiador.

- Hijo, has colocado el rey en el sitio de la dama. Y recuerda que el cuadro blanco siempre va a la derecha.

El Ramoncito repitió la operación, alcanzando esta vez un resultado óptimo. El anciano le invitó a que comenzase la reconstrucción de su partida con Basilio, el hijo del boticario. El Ramoncito inició una serie de movimientos rápidos y maquinales entre los que con dificultad el señor Onofre podía intercalar algún comentario, a los que el pastor respondía con evasivas:

- Vaya, hijo, jugaste un gambito de rey. ¿Lo has estudiado?
- Sí, señor.
- Qué partida más rara.
- Sí, bueno…, sí, señor Onofre.
- Un juego muy agresivo.
- Sí.

El alfil negro apuntaba a la torre blanca y el pastor, en lugar de defenderla de la amenaza, centralizó su caballo de dama. Basilio prefirió tomar con su dama un peón a capturar la pieza mayor con su alfil, de manera que quedaban las dos torres blancas amenazadas. El Ramoncito colocó su alfil de casillas negras en una posición inmejorable, pero la jugada suponía la pérdida de las dos torres. En ese preciso instante, el señor Onofre sintió esa extraña sensación de presenciar algo ya vivido. Conocía aquella posición. Qué ingenuo había sido. Aquel retaco estaba reproduciendo la famosa partida entre Anderssen y Kieseritsky, la Inmortal, jugada en Londres en el año 1851 como si fuese una creación propia. Cuando quiso reaccionar, el Ramoncito había concluido dándole un bonito jaque mate a Basilio. Todavía dudando entre pedir un aguardiente y darle un capón al pastor para suavizar su enfado, el señor Onofre le espetó un gélido:

- Estupenda, has jugado una partida estupenda.
- Muchas gracias, señor. Adiós.

Y se fue por donde había venido.

Pasaron las semanas, pasaron los meses. Las visitas del Ramoncito a su maestro eran cada vez más frecuentes, repitiendo siempre las mismas cuestiones y enseñándole partidas de campeones como Anderssen, Morphy, Lasker o Capablanca, que pretendidamente jugaba contra Basilio, Efrén, el Polaco o el Romerito. No contento con las improvisadas clases que le daba el señor Onofre en el bar, cuando se le planteaba una duda estudiando una partida por la noche, no dudaba en visitar al viejo maestro al alba, antes de llevar el rebaño al prado. La paciencia del señor Onofre llegó al límite el día en que el Ramoncito le intentó mostrar la Siempreviva, que había enfrentado a Anderssen y Dufresne en 1852, como una brillante victoria obtenida a pesar de la tenaz defensa de Basilio.

- ¡Me cago en mi pena negra, Ramoncito! ¡Harto, me tienes más que harto! ¡Harto de que me presentes partidas memorables como si fuesen tuyas! Tú, que eres incapaz de colocar bien las piezas al inicio de la partida. Hasta hoy he aguantado, pero como te vuelva a ver por aquí con los libros bajo el brazo, ¡no respondo de mí!

A pesar de que era corto de entendederas, el Ramoncito comprendió perfectamente que las clases del señor Onofre se habían acabado. Sin embargo, no le dolió el tono empleado por el viejo maestro. Lo que le dolió fue el impacto de un alfil en el occipital cuando abandonaba el local, certeramente lanzado por el señor Onofre. Herido en su orgullo y en el occipucio, el pastor entendió que para alcanzar la misión que le había confiado San Ruiz López no iba a contar con más ayuda que su propio esfuerzo y tesón. Lo conseguiría sin el socorro de nadie.

En el pueblo no supieron de él durante semanas. Se entregó de lleno al ajedrez, si bien sus progresos seguían en consonancia con su idiocia.

Sentado de espaldas a la ventana, el señor Onofre redactaba con desgana, a la luz de un candil, el capítulo dedicado a los bandoleros de la región. El tema despertaba en él un gran interés, pero los lugareños que se habían echado al monte a buscarse la vida no habían sido precisamente Luis Candelas. Pocos, torpes y chapuceros. Sobre la mesa había un montón de papeles garrapateados, un grueso tomo enciclopédico abierto por la letra M y un vaso de leche en el que el maestro mojaba distraídamente una galleta María. Le sorprendió ver su sombra proyectada sobre su escritorio. Había oscurecido y debían de haber encendido el farol de la plaza. No era consciente de que hubiese pasado tanto tiempo absorto en la redacción de su historia. Pero, ¿qué significaba aquella música? Se giró al oír una voz que le hablaba.

- Loado seas, Onofre.
- ¡Un santo!
- No, Onofre, no soy un santo.
- Sí que lo es.

Ruy López suspiró. El hombre más sabio reaccionaba de la misma manera que el tonto del pueblo. Después de sosegar al señor Onofre con amables palabras, procedió a explicarle la diferencia entre una aparición y un santo.

- No quisiera herirle lo más mínimo, desconocida aparición, pero entienda mi decepción. En un pueblo tan religioso como es éste, en el que paseamos a San Rodrigo cada dos por tres para que llueva y tengamos buenas cosechas, lo que uno espera que se le aparezca es un santo, ya que se le ha pasado la edad de que se le presente la Virgen. Ya sabrá que sólo se les aparece a los niños. Niños pobres.
- Sí, algo he oído decir, sí.
- Bueno, también tiramos cabras del campanario. Para que llueva, digo.
- Disculpad que os interrumpa pero temo que me vayáis a ofrecer un discurso de cariz antropológico que no me interesa en absoluto y no dispongo de demasiado tiempo. Mi nombre es Ruy López, obispo de Segura, el más famoso ajedrecista español de todos los tiempos.
- Oh, encantado de conocerle. Ruy López aquí, ¡no me lo puedo creer! Es un verdadero placer recibirle en mi humilde casa. Siéntese, por favor. Soy un gran aficionado al ajedrez. No me lo imaginaba así, tan pobremente vestido, siendo como fue una celebridad en la Corte.
- Me halagáis. Es cierto que en mi condición de protegido de Felipe II fui un personaje famoso que gozaba de todos los privilegios en palacio. Por supuesto, no vestía este incómodo hábito. Ni os imagináis lo desagradable que es la rozadura de la tela del saco en según qué zonas. Encargaba mi vestimenta al sastre veneciano de palacio, que la cosía con los más ricos tejidos que se podían encontrar en Europa. Tendríais que haberme visto con un sombrero turquesa que me regaló el conde de Palanques por haberle absuelto de unos pecadillos que no vienen al caso. Pero debéis entender que sería poco serio que un aparecido fuese por ahí vestido con ropajes satinados, como una diva del bel canto.
- Claro, claro. Pero, ¿qué se le ofrece? ¿Quiere jugar una partidita?
- No, Onofre, no estoy aquí por placer, sino que tengo una misión que llevar a cabo. Para ello, necesito de vuestra ayuda.
- Haré cualquier cosa que usted me pida.
- Escuchad. Hace unos meses me aparecí a un joven pastor, conocido entre vuesas mercedes como el Ramoncito, y le encomendé que dedicase su vida al ajedrez. Os tomó como maestro y la empresa no fue del todo mal hasta que vos decidisteis darla por terminada. El zagal no avanza desde entonces. Tenéis que continuar dándole vuestro consejo para que mejore su juego.

Las mejillas del señor Onofre adquirieron súbitamente una tonalidad rosada que pronto se extendió por todo su rostro. El rosa pasó a rojo intenso a la vez que su indignación le hacía abrir exageradamente los ojos inyectados en sangre y le hinchaba las venas del cuello.

- ¡Ni hablar, amigo mío, ni hablar!
- No podéis negaros, Onofre, para lograr mi empresa es necesario que vos le dediquéis vuestro tiempo.
- Exacto, usted lo ha dicho. Su empresa. Yo no tengo nada que ver con ella. Usted es el aparecido, no yo. Que le enseñe otro.
- Sólo vos conocéis los secretos del juego en este pueblo de mala muerte.
- ¡Que le enseñe otro, he dicho!
- Tenéis que ser vos.
- Escúcheme bien, señor obispo, porque no se lo pienso repetir. No estoy dispuesto a perder ni un minuto más con un tonto de baba que después de meses de intenso estudio no es capaz de retener cómo se colocan las piezas ni el movimiento del caballo. ¿Me ha entendido? No pienso perder ni un segundo viendo cómo se apropia de partidas famosas y pretende hacerme creer que se las ha ganado al pitecántropo de Basilio. No voy a prestarle ni un libro más y si vuelve a hablarme de otra cosa que no sean ovejas o quesos seguramente haré una barbaridad que me llevará al cuartelillo. ¿Queda claro?

La ira desatada del señor Onofre apocó a Ruy López, que con un chasquido de dedos hizo que la música celestial que con él se manifestaba cesase. Adoptó una actitud implorante, de rodillas en el suelo y dirigiendo sus manos entrelazadas al anciano.   

- No podéis hacerme esto. Hacedlo por mí, os lo ruego. ¡Soy Ruy López!
- No. ¡Suélteme, carape! Aparézcasele otra vez y dígale que deje el ajedrez.
- Está bien, reconozco haber fracasado, pero no puedo hacer tal cosa, sería humillante. Además, no va a dejar el ajedrez así como así, se lo ha encomendado un ser procedente del más allá. Yo.
- ¡Pues que se le aparezca otro y le encargue cualquier cosa en su lugar! ¡No le quiero volver a ver! ¡Que se le aparezca Pepe-Illo y le ordene que sea torero, caramba!

Ruy López alzó sus ojos llorosos y miró al ofendido maestro. Era una mirada de gratitud y complicidad. No era una solución muy digna, pero decían que un clavo sacaba otro clavo.

- ¿Por qué me mira así, si se puede saber? Me da miedo.
- Apenas conozco a Pepe-Illo, no es de mi época. Soy incapaz de pedirle una cosa así.

El señor Onofre comprendió que había dado con la solución. Animado por la idea de eliminar al pastor ajedrecista de su vida, los nombres acudían a su cerebro atropelladamente.

- ¿Miguel Servet, Garcilaso, Fray Luis de León?
- Desconozco muchas de las virtudes que adornan al Ramoncito, pero no lo creo apto para la medicina o las letras, amigo Onofre.
- Entiendo, necesitaríamos una actividad menos… ¿por qué no se lo comenta a Francisco Pizarro?
- ¿Vos creéis que este país necesita en este momento un conquistador?
- Levántese, sea un poco más digno, hombre. Una actividad que alguien como el Ramoncito pueda realizar sin dificultad. Que quien la lleve a cabo no tenga que hacerse demasiadas preguntas. Una labor, un oficio que cualquiera pueda ejercer y que la estulticia no sea un impedimento para destacar en esa tarea… ¡Claro!
- ¿Qué habéis pensado? ¿Con quién debo hablar para que se aparezca al Ramoncito?
- Con nadie, amigo Ruy, con nadie. Usted mismo, en su calidad de obispo de Segura, se aparecerá mañana al Ramoncito, en la antigua ermita de San Rodrigo.

La última aparición se obró tal como la había planificado la preclara mente del señor Onofre. En la fuente, tras los abedules, como en aquella lejana mañana de mayo, el pastor recibió dos mensajes claros. El Ramoncito no volvió a tocar un tablero de ajedrez. San Ruiz López había sido explícito en ese sentido. El Ramoncito, el padre Ramón, tomó los votos pocos años después, al concluir sus estudios en Badajoz. Precisamente él ofició la misa en el entierro del señor Onofre la víspera de San Juan.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Su mujer

Comprobó que los seis números coincidían con los del boleto. El premio le permitiría dejar el turno de noche en la funeraria y, por fin, abrir su propio negocio, la inmobiliaria, y comprarse el chalecito, un descapotable color cereza y el fueraborda soñado desde siempre. Durante años su mujer había tratado de convencerlo, infructuosamente, de que cambiara de oficio. No entendía lo del maquillaje forense, le repugnaba el olor a cirio y a crisantemo impregnado en la ropa, ese tufo que reclamaba un doble lavado antes de ser eliminado por completo. Su mujer no comprendía cómo había podido acostumbrarse al dolor de las familias desgarradas por la pérdida de un ser querido ni cómo había vencido la repulsión inicial en presencia de los primeros cadáveres. ¿Su mujer? Ah, sí, su mujer. Antes de hablarle al abogado de todos aquellos proyectos tendría que sostener con él una charla sobre… su mujer.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Negociación

La voz cruel que llegaba desde el otro extremo del hilo telefónico nos había recomendado mantener alejada a la policía del asunto, así que solicitamos la asistencia de un letrado amigo de la familia. Cuando sonaba el teléfono, mi abogado hacía una señal y se precipitaba sobre el auricular. Jugueteaba nervioso con su corbata de diseño mientras anotaba las exigencias del chantajista. “Pide cincuenta mil”, informó. Tratamos de reunir una suma que nos superaba por completo. “Ahora dice que sesenta”, expuso cariacontecido, sin atreverse a levantar la vista, al colgar el martes siguiente. Cuando casi lo teníamos, exigió setenta mil. La mañana del domingo cogí yo su llamada. Le recriminé la lenta sangría a la que nos estaba sometiendo y me respondió, muy digno, que sus pretensiones jamás habían superado los quince mil.

El tribunal admitió la personación del chantajista contra mi abogado. Espero con ansia que llegue ese día.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Sobre el origen del fútbol

“Señores, traten de olvidar las teorías clásicas que sobre el origen del fútbol hayan podido leer o escuchar con anterioridad. Todo eso está superado ya. El profundo rigor y la exhaustividad que han definido éste y otros estudios que anteriormente he realizado sobre un tema tan espinoso sitúan el nacimiento del balompié no en Inglaterra, como hasta ahora nos han hecho creer charlatanes de feria e historiadorzuelos, sino en la Francia del siglo XVIII”.

¡Dios mío! Debería habérmelo pensado mejor, no tendría que haber aceptado ofrecer la conferencia en la Escuela Superior de Entrenadores. Y lo que era peor, lo que más me preocupaba, ¿sería cierto todo –o, por lo menos, en parte– lo que les iba a explicar? Difícilmente. Desde siempre se había aceptado el año 1863, fecha de la fundación de la federación inglesa de fútbol, como el del nacimiento de este deporte. Convencerles de lo contrario sería extremadamente complicado. Comprendí, tarde, qué debía de estar haciendo aquella botella de ginebra vacía sobre mi escritorio la mañana siguiente a la apresurada redacción de éste mi presunto trabajo de investigación. Y las otras dos en el cubo de la basura. Porque yo no reciclaba ni el plástico ni el vidrio ni el papel, ni pensaba hacerlo jamás, así que todo lo arrojaba alegremente al cubo de la basura de debajo del fregadero. Pero mis hábitos en relación con el reciclaje y la sostenibilidad del planeta no tienen, obviamente, ningún interés ahora mismo. Como decía, albergaba serias dudas sobre lo que estaba a punto de exponer ante aquel auditorio, integrado por entrenadores, preparadores físicos y algún que otro utillero. Disimulé como pude mis repentinos e inoportunos remordimientos fingiendo un acceso de tos y un leve carraspeo, no menos repentinos e inoportunos, y humedeciendo, a continuación, mis labios en un vaso largo que un servicial bedel acababa de llenar de ginebra con reverente finura. Y reconozco que no había sido el primero, ya llevaba unos cuantos desde que inicié la jornada remojando en Larios un bocadillo de queso enmohecido que había encontrado en la nevera por casualidad. Las pausas líquidas constituían la primera de las dos condiciones que había puesto a los organizadores del acto. La segunda consistía en que no hubiese en la sala ni un periodista deportivo. Me dan grima. Natural, a mucha gente le pasa eso mismo. De hecho, a los organizadores les debió de parecer una exigencia muy razonable ya que no pareció extrañarles en absoluto. Proseguí la charla.

“1789 supuso un punto y aparte en la Historia de la Humanidad. Como bien sabrán (o, en todo caso, deberían saber), en ese año estalló la Revolución Francesa, un turbulento ajuste de cuentas durante el cual el populacho y la burguesía de nuestro país vecino descubrieron simultáneamente –y para su contento que las cabezas de los nobles podían servir, además de para peinarlas y llevar pelucas, para ser cortadas”.

Continué mi discurso con admirable sangre fría, a mí al menos así me lo pareció, pues estaba convencido de que todos aquellos cabezas de chorlito, que lo único que habían hecho en su vida hasta el momento había sido perseguir un pedazo de cuero hinchado con un silbato en la boca mientras sus ayudantes en chándal iban moviendo conos en los alrededores de una portería, no sólo no tenían ni la más remota idea de lo que había significado la Revolución Francesa sino que desconocían cuándo había tenido lugar y también la existencia de la mismísima Francia. Me llevé un largo trago al coleto.

“En aquel tiempo la promiscuidad en el seno de la aristocracia era incluso más habitual de lo que acostumbramos a suponer entre los miembros de las grandes casas europeas en la actualidad. Por lo visto, la sangre azul dota de un vigor excepcional a quienes la sienten fluir por sus venas. La nobleza consideraba el sexo sin patrones un deporte más, una actividad lúdica tan celebrada y aceptada socialmente como pudieran serlo la cetrería o la caza del jabalí normando. Sirvan como ejemplo de ese desenfreno sexual las correrías nocturnas del marqués de Rimbombé, noble tan depravado que había abandonado hacía dos décadas cualquier intento de empeorar, o las de su hijo, Louis. Desde temprana edad, Louis se había dedicado a gozar de los placeres que le brindaba la vida o, mejor dicho, de los favores que le ofrecían las sirvientas del palacete de su padre. El azar quiso que el muchacho se fijara en Bernadette (si bien también pudo influir en ello el voluptuoso físico de la chica –y aquí me permití añadir una detallada nota descriptiva de dudoso gusto por cuenta propia, que omitiré por considerarla irrelevante para la narración–), una joven doncella de largas piernas y corta mente, a la que estuvo visitando durante varias noches en su lecho, amparándose en las sombras nocturnas y, además de en su propia bellaquería, por descontado, en el silencio de mayordomos y de palafreneros, a quienes el marquesito solía dar parte de sus incursiones nocturnas en la zona menos noble de palacio. Llegado este punto, me permitiré hacer un breve paréntesis en mi exposición, ya que contar más podría representar un agravio irremediable para la familia de Bernadette, cuyo paradero he podido rastrear hasta hoy. Tras una laboriosa investigación, pude localizar y entrevistar a sus descendientes en un remoto valle de Alsacia, a kilómetros de distancia de todas partes”.

Apagados murmullos de desaprobación interrumpieron mi exposición. Alcé la vista, contrariado. Detesto que me hagan perder el hilo durante mis celebrados soliloquios. Para mi sorpresa, ante mí se agitaban en sus sillas, incómodos y, por lo que deduje, disconformes, una veintena de lagartos con gafas graduadas de montura metálica algo pasada de moda que calzaban peúcos de diversos colores. La visión me divirtió, para qué negarlo, y mucho pues, incluso cuando logro alcanzar mis mejores delírium trémens (por lo que tienen de descabellados y coloristas), la imagen nunca suele llegar a ser tan esperpéntica. A menudo debo conformarme con ratas de ojos rojos que trepan hasta mis apuntes y que roen mis anotaciones, reptiles escamosos que suben por las paredes de mi apartamento o escarabajos que corretean alegremente por la encimera de casa. Decidí no hacerles ningún caso y continuar con la conferencia y, de levantar de nuevo la vista, sopesar seriamente si debía o no dejar, de una vez por todas, la bebida. Me arrepentí sinceramente de haber trasegado por la mañana un frasco de colonia Varon Dandy, que tan mal me sentaba, justo antes de tomar el autobús que me conduciría a la Escuela Superior de Entrenadores.

“Cuando la pasión que el marquesito sentía por la joven sirvienta se apagó o, cuando menos, se enfrió, la tensión entre ambos llegó a un extremo insostenible. A Louis le hacía tilín un muchacho que trabajaba en las caballerizas, un mozalbete cuyo nombre la Historia relegó al olvido en beneficio de la fama de sus dotes amatorias y de sus envidiables medidas, que sí ha perdurado hasta nuestros días. El mozo aceptaba, y además de buen grado, participar en los lúbricos pasatiempos que el joven aristócrata ideaba y proponía, juegos que Bernadette aborrecía en la misma medida que hubiesen satisfecho a cualquier flagelante de la Edad Media. Louis de Rimbombé se permitió, por tanto, la licencia de dejar de lado a la muchacha quien, a fuerza de tenerlo tanto tiempo delante (y también, por qué no decirlo, encima), se había enamorado de él. La bella e inocente Bernadette se sentía no sólo desplazada sino también ignorada por el futuro marqués, especialmente cuando se enteró de que el criado de la cuadra, a quien comenzaba a odiar con desesperada y lógica sinceridad, había sido ascendido a mayordomo de palacio.

La oportunidad de la enamoradiza Bernadette llegó con la Revolución. El nombre de su amado Louis figuraba escrito con letras de molde en la lista de nobles que iban a ser ajusticiados aquella tarde. Se puso sus mejores galas y, aprovechando el alborozo generalizado y la consecuente confusión que acompañaban cada caída de la gigantesca hoja metálica, subió hasta la tarima y se hizo con el cesto donde descansaba la cabeza de Louis. Acto seguido se dio a la fuga con el macabro trofeo, qué mejor prenda de amor, debajo del brazo. Tomó parte de la persecución un nutrido grupo de revolucionarios, la mayor parte tullidos o borrachos o ambas cosas a la vez, quienes estuvieron a punto de darle alcance cerca de una casa de postas, donde unos mendigos la obligaron a ocultarse detrás de las ruedas de un carro destartalado. El riesgo asumido por la muchacha valió la pena y ésta consiguió finalmente llegar a su casa. Dejó la cabeza sobre la mesa donde cada noche cenaba con su madre. Todavía resollando por la carrera, se sentó para contemplarla. Allí estaba Louis, tan apuesto, tan hermoso... sólo le faltaba hablar. La chica pasó horas y horas, días y días, ante el tumefacto marquesito y la martirial resignación de su madre, que le lanzaba, sin éxito, continuas indirectas para ver si Bernadette se deshacía de él”.

¡Cielos, estaba cada vez más mareado! Definitivamente, tomé en consideración no levantar más los ojos de los folios abarquillados donde se resumía mi trabajo y acabar cuanto antes con aquella farsa de conferencia, pues las palabras cada vez salían con mayor dificultad de mis labios. Si hubiese tenido la lengua menos pastosa... Agradecí, por lo menos, que ninguno de los presentes hubiese interrumpido mi perorata con dudas sobre lo expuesto. En mi lamentable estado, hubiese sido el golpe de gracia. Algo similar a lo que tanto temía me había ocurrido en una conferencia que pronuncié sobre el ajedrez como juego de azar en la sede de la federación catalana. Allí, un jugador inquieto o con afán de protagonismo me había hecho más preguntas que cualquiera de los serafines examinantes el día del Juicio Final, como escribió Saki en uno de sus exquisitos relatos. Para terminar con fluidez mi charla sobre la historia del fútbol, creí conveniente rogarle al bedel que me trajese una segunda botella de ginebra.

“Pasadas un par de semanas, la madre tomó una drástica resolución. La obra de Alexis de Tocqueville que consigna el episodio no aclara si fue el insufrible hedor que emanaba del desdichado Louis, los gusanos que se acercaban cada vez más descarada y peligrosamente a la despensa y que avanzaban alineados formando una disciplinada ringlera, o las moscas que rivalizaban con éstos, lo que en última instancia decidió a la mujer. Con la cobarde audacia del marido que va a por tabaco y no vuelve hasta que las deudas o una prolongada abstinencia sexual lo obligan a ello, tiró aquella cosa apestosa y cortada a cercén por la ventana.

Pocos eran los juguetes con los que podían entretenerse los niños pobres de uno de los barrios más miserables del París de finales del siglo XVIII. Por ello, parece hasta cierto punto lógico el revuelo que se formó entre los chiquillos de la Rue des Fleurs cuando el pequeño Alain apareció una tarde chutando una cosa pestilente y aparentemente esférica. Los niños corrieron de un extremo al otro de la calle persiguiendo y propinándole puntapiés a la testa de Louis, Grande de Francia, hijo del marqués de Rimbombé y futuro heredero del marquesado, pero pronto se dieron cuenta de que el juego no era enteramente satisfactorio puesto que poco a poco la cabeza, a la que dieron en llamar “le ballon”, se les iba desarmando a la misma velocidad a la que rodaba por el barro de la callejuela. Con tal de tener a su hijo distraído y fuera de casa, la madre de Alain confeccionó una bolsa de tela, en la que depositó lo que quedaba de Louis. Según apunta Sánchez Marcos, la bolsa de tela es el evidente precedente de la protección de cuero de los balones actuales. Cada noche uno de los chicos era el responsable de llevarse la hedionda bolsa a su casa, con el encargo de volver con ella al día siguiente a la Rue des Fleurs, donde todos ellos se reunían para jugar a… fútbol.

Como alguno de los muchachos acostumbraba a olvidarse al marquesito en su casa de tanto en tanto, no era extraño que se despidieran de un día para otro con un “n’oubliez pas le ballon (o tête) chez toi”, frase que hizo fortuna y que acabaría dando lugar a expresiones tan populares en diferentes idiomas como nuestro “un día te olvidarás, o te dejarás, la cabeza en casa”, que para el ilustre etimólogo Joan Corominas arranca...”

No recuerdo nada más de aquella conferencia ya que, según me han dicho, retuve al bedel cuando éste se disponía a colocar sobre la mesa una tercera botella (ésta era de tequila y quizás no fuese la tercera sino la cuarta) e intenté bailar con él un tango. Por lo que me contaron, el pobre hombre trató de zafarse de mí pero yo estuve más hábil y conseguí agarrarlo del talle y dimos unas cuantas vueltas con cierto estilo. Los asistentes aplaudieron entusiasmados el jocundo espectáculo, más interesados en nuestras evoluciones sobre el estrado que en las descabelladas conclusiones de mi trabajo, y nos dedicaron una sonora ovación. Ahora estoy en una clínica de rehabilitación y viene hacia mí un murciélago de enormes pabellones auditivos que lleva una cofia blanca con una cruz roja sobre la cabeza... lo sigue una estela de pequineses… y me trae una bandeja llena de… ¿ositos de goma?

jueves, 29 de noviembre de 2012

Infancia

“¿Hay algún cuentista en el tren?” Me levanté con la premura que la voz metálica reclamaba y corrí, siguiendo sus instrucciones, hacia el vagón restaurante. El revisor respiró aliviado al verme llegar y me dejó a cargo del viejecito. El anciano miraba el paisaje con los párpados entornados y recitaba, balbuceante, nombres de colinas y prados de la infancia, sumido en una especie de trance. “Fíjese bien. El trigo maduro, el vuelo del grajo. Y ellos… ellos leen, dormitan. Los pasajeros son insensibles. Ayúdeme, por favor”, rogó apretando con fuerza mi mano. Saqué la libreta apresuradamente y comencé a escribir todo lo que me fue dictando.

jueves, 22 de noviembre de 2012

El vejete

Un jaque siempre queda bien, dijo el anciano al dejar su alfil en el tablero. El joven campeón no lo podía creer. Aquel viejecito, que ahora le miraba bovinamente, con sus ojos acuosos muy abiertos y con una afable media sonrisa en los labios, no sólo se había permitido entregar su dama por alfil y caballo, sino que se tomaba la libertad de repetir aquella irritante frasecilla cada vez que jaqueaba al monarca blanco. Respondió al anciano lanzándole una de sus fieras y célebres miradas, que durante tantos años habían amedrentado a los mejores grandes maestros. Éste se limitó a limpiar sus gafas con un pañuelito que sacó del bolsillo superior de su raído traje, escenificando una suerte de meticuloso y pulcro ritual, sin apartar su tierna mirada de la del campeón. La inverosímil entrega de material de aquel venerable aficionado había resultado ser excelente y doce jugadas después el gran maestro se encontraba en una posición desesperada. El vejete sonrió al ver cómo el campeón adelantaba su peón de alfil rey una casilla para cubrir su rey del jaque. Sin apenas pensar, cogió la torre para dar un jaque que parecía definitivo. Quizás para no volver a escuchar aquella jocosa frase de nuevo, el campeón dio un manotazo a su rey antes de que su oponente completara el movimiento, derribándolo con estrépito sobre el tablero. Los catorce niños que completaban la sesión de partidas simultáneas alzaron la vista al oír el golpe. Al otro lado de la sala, los padres de los niños dejaron de cuchichear y los dos periodistas especializados desplazados a la escuela se sonrieron: en un acto de escaso interés, el campeón les había proporcionado un nuevo titular. El joven campeón abandonó la sala con paso ágil, lanzando una mirada incendiaria al escaso público asistente.

En la habitación del hotel el campeón, sentado en la cama, le dedicaba una mirada de reproche a su madre. Había momentos en que se arrepentía de haberle permitido influir de un modo tan determinante en su carrera. Ahora era demasiado tarde para dar marcha atrás. Dirigía en gran medida su preparación, le marcaba la dieta, determinaba a qué actos debía asistir y en muchas ocasiones había ejercido de portavoz ante los medios de comunicación. Desde que abandonaron Polonia siempre había viajado con su hijo y se preocupaba de todos los detalles para que éste concentrara todas sus energías en el juego. Sus viajes le habían permitido disfrutar de los mejores hoteles, restaurantes, boutiques y salones de belleza y ya no era aquella gruesa y desastrada mujer de traje chaqueta color caqui a punto de reventar. Seguía dándole un aire a Charles Bronson, eso sí, pero los cosméticos habían suavizado algo su rostro, cosa que nadie pudo hacer con su carácter, mucho más fuerte que el de su hijo. Después de tantos desvelos, el ingrato le echaba en cara haber concertado aquellas simultáneas en el colegio dirigido por el señor K, estrecho colaborador del presidente de la federación. Con la cantidad de favores que le debían al presidente. El problema no eran los niños, el problema era el abuelo, clamaba el campeón. ¿Qué pintaba aquel vejestorio entre los críos? El abuelo era el mecenas del club del señor K, era un simple aficionado, dijo la madre apurando un vaso de ginebra. Nos avisaron que jugaría y no viste ningún problema, continuó. Mamá, no me cabrees, aquel matusalén jugaba como el mismo demonio, de aficionado, nada. Cuando escojo los candidatos para el título mundial no te quejas tanto, inútil, que eres más inútil que tu padre, respondió colérica a la vez que esquivaba con un felino salto hacia la derecha un jarrón de Manises que volaba directo hacia su cabeza. La discusión fue subiendo de tono y acabó como solían terminar sus habituales trifulcas, con la madre golpeando con saña al campeón con una botella de ginebra rota y con el servicio de habitaciones separando a la poderosa polaca de su hijo.

En el hilo musical sonaba Just a gigolo en la voz de Louis Prima. El campeón estaba en la terraza del hotel, deleitándose con la visión de un grupo de quinceañeras que tomaban el sol en la piscina. Aquel verano se habían puesto de moda unos bikinis especialmente sugerentes. Dejaba volar su imaginación mientras removía con el dedo los cubitos que flotaban en su Fanta. Él se desvivía por la Fanta naranja, pero su secretario le trajo una Fanta limón. Era el primer día del que podía disfrutar desde la última bronca con su madre, hacía ya cinco meses. Las primeras semanas las pasó ingresado en un famoso hospital, tuvo que renunciar a participar en un prestigioso torneo holandés y luego se concentró en la preparación del campeonato continental, al que acudían los mejores jugadores por invitación. Esa tarde se disputaba la última ronda, en el mismo hotel, pero decidió darse un respiro aquella mañana dado que la victoria del día anterior le había asegurado el triunfo. De repente, una chillona camisa hawaiana y unas ridículas bermudas se interpusieron entre su persona y las muchachitas. Alzó la vista y se encontró con la bondadosa mirada de aquel abuelo al que tanto odiaba. Después de la derrota en las simultáneas, la prensa le convirtió en el hazmerreír del mundillo y las relaciones con su alunada madre y el presidente de la federación se habían deteriorado mucho desde entonces. Claro que su rotunda exhibición en el campeonato continental había conseguido que casi todo volviese a la normalidad. Ahora, la sola presencia del encorvado anciano había conseguido disipar de su mente todo lo positivo de aquella placentera mañana: adiós a las chicas, adiós a la Fanta, adiós al campeonato…

¿Usted por aquí? Por el amor de Dios, ¿cómo se atreve a llevar esa camisa, a su edad?, fueron las únicas palabras que acertó a balbucear el desconcertado campeón. De nuevo visita nuestra ciudad… supe que se hospedaba en este hotel y vine a felicitarle por su excelente actuación, contestó el vejete, haciendo caso omiso a la observación del campeón sobre su estrafalario atuendo. ¿Puedo sentarme con usted?, continúo una vez sentado junto al campeón, mientras hacía un gesto al camarero indicando que le trajesen también una Fanta limón. El campeón trató de serenarse y se prometió no perder la compostura. Mientras le servían la Fanta, el viejo dejó con cuidado su sombrero tirolés sobre la mesa y apoyó el bastón en el brazo de la silla de mimbre. El silencio duraba demasiado y el campeón lo rompió con la pregunta que había rondado por su cabeza durante meses, ¿cómo juega usted tan bien? El vejete dejó el vaso sobre la mesa y le miró sorprendido. Soy un simple aficionado. Usted podría estar disputando el campeonato continental, la entrega de material de nuestra partida la hubiese firmado el mismísimo Tahl, dijo en tono serio el campeón. El mismísimo Euwe, le corrigió el abuelo, a la vez que sacaba un pequeño tablero magnético de su mariconera. Con gesto decidido dispuso las piezas en el tablero en la posición de la entrega ante la atenta mirada del campeón. Le tendió sus gafas y le dijo que se las pusiese. Eran unas gafas con una gruesa montura de pasta negra, similares a las popularizadas por Henry Kissinger, de cristales sin graduación aparente. El campeón dudó unos instantes y se sorprendió a sí mismo colocándose las gafas del viejo. Miró a su acompañante y su ahora borroso interlocutor le invitó a mirar la posición con un gesto. El tablero, las piezas, aparecían ante él desenfocados, mezclándose el blanco y el negro en una especie de confusión bicolor. Sin embargo, en una esquina del difuminado juego se distinguía con precisión la figura de un caballo negro. Aquello le produjo un gran desasosiego y cuando iba a preguntar al viejo qué significaba todo eso observó que una de las casillas negras también se perfilaba con toda nitidez. Sintiendo cierto sofoco, lentamente se quitó las gafas con mano temblorosa: le habían mostrado la jugada con la que el anciano cimentó su victoria, la casilla a la que había que mover el caballo negro, la mejor jugada, la jugada ganadora. El vejete se puso de nuevo las gafas y, tras pedir al camarero unas aceitunas, comenzó su relato.

Adquirí las gafas en una subasta celebrada en Amsterdam. En general, se subastaban lotes de escaso valor económico y artístico, por lo que tuvo muy poca acogida entre el público. Sin embargo, a mí me interesaba uno de los lotes, compuesto por algunas pertenencias del excampeón mundial Max Euwe. Destacaba su biblioteca y su colección de lentes e instrumentos relacionados con la astronomía. El lote no suscitó demasiado interés y lo adquirí por una cantidad razonable. Hacía años que tenía noticia de la existencia de unas maravillosas gafas que siempre mostraban la mejor jugada a quien miraba a través de ellas y al fin obraban en mi poder. Las gafas que utilizaba Euwe, ¿se imagina? Como tantos otros hicieron antes, les cambié la montura. ¿Le gusta?, preguntó. El campeón guardó un significativo silencio al respecto. El viejo no se inmutó ante tal desplante y prosiguió la historia.

Habían pasado siglos, habían sido montadas y desmontadas en diversas ocasiones, el propio doctor Euwe le encargó la limpieza y restauración de los cristales a M, su compañero de facultad. Porque, aquí donde las ve, estas lentes habían pertenecido al clérigo español Ruy López de Segura. Posiblemente fueron un regalo de Felipe II. Cómo las obtuvo el monarca es un verdadero misterio, apuntando unos que formaron parte de los tesoros hallados más de medio siglo antes tras la caída del reino de Granada, otros que fueron un presente de un alquimista toledano. Ruy López, que era un excelente jugador, se convirtió en un ajedrecista imbatible gracias a estas maravillosas gafas. Sin embargo, un hombre de su formación y que poseía un tan alto concepto del honor no pudo vivir con la mentira sobre su conciencia y hacia 1570 desmontó las lentes, relegándolas al olvido. Pocos años después sufrió en Madrid sus dos derrotas más dolorosas, frente a los italianos Leonardo da Cutri y Paolo Boi, explicó el anciano. El asombro inicial en el rostro del campeón dio paso a una mueca burlona. Sin duda, el viejo estaba chalado. ¿Gafas en la Edad Media? Alzando leve y parsimoniosamente la mano, el hombrecillo interrumpió al campeón, dedicándole una mirada de profundo desprecio. Señor, son tristemente conocidos los casos de grandes campeones que viven ignorantes de todo aquello que les rodea, salvo el ajedrez. No saben historia, desconocen todo sobre el arte y la literatura, la política les aturde, la ciencia les confunde. Ustedes viven en un mundo irreal, del que no se atreven a salir y al que los demás no podemos entrar. Y retomando su pregunta, señor, ¿acaso no ha visto, ya que no leído, El nombre de la rosa? ¿No recuerda al avispado Guillermo de Baskerville resolviendo los misteriosos asesinatos de la abadía, con sus lentes, en pleno siglo XIV? Además, Ruy López pertenece a la Edad Moderna, ignorante. El campeón guardó silencio pues, efectivamente, ni había leído ese libro, ni había visto la película, ni tenía la más remota noticia de que existiesen. ¿Quién sería ese Guillermo de Baskerville?

Con los ojos iluminados por una extraña luz, el viejo continuó explicando su historia. Lo cierto es que, desde la muerte de Ruy López hasta Euwe, sólo tenemos la seguridad de que pertenecieron a Philidor, a Janowsky y a Tartakower, dijo. Posiblemente las lentes permanecieron olvidadas en algún lugar de la corte durante lustros hasta que le fueron obsequiadas al músico tras una de sus interpretaciones ante el monarca español. Philidor las usó en muy raras ocasiones, ya que su talento estaba tan por encima del de los jugadores de la Francia del siglo XVIII, que no las necesitó para derrotarles. Al no serles de utilidad, las malvendió al comerciante parisino, monsieur R. ¿Qué provecho le podía sacar a unas gafas si el dinero que ganaba con el ajedrez procedía de sus exhibiciones a la ciega?, rió el carcamal. El campeón pasó por alto el chiste y comenzó a tomarse en serio al hombrecillo. El ardor febril con el que enfatizaba sus palabras comenzaron a calar en el joven, apareciendo el fantasma de la duda. Mientras disponía la posición inicial de las piezas sobre el tablero, el campeón pidió a su interlocutor las gafas para hacer la prueba definitiva. Cogió las gafas que le ofreció el viejo y se las colocó otra vez. Miró el tablero. De nuevo destacaba entre el conjunto borroso una pieza y una casilla. Las gafas le mostraban la mejor jugada que iniciaba la partida: el peón de rey avanzaba dos casillas. Colocó las piezas planteando cuatro conocidos problemas, y las gafas siempre hallaban la mejor continuación. Pálido, le devolvió las lentes al viejecillo, que se había vuelto para observar mejor a las bañistas.

Las gafas cambiaron de manos en varias ocasiones, adquiridas por oscuros personajes más interesados en lucrarse que en darles un buen uso. Cada dos o tres años, cinco a lo sumo, cambiaban de dueño. En tan poco tiempo, ninguno de ellos pudo destacar en el mundo del ajedrez. Quizás las utilizó también Staunton, quizás von Lasa. Masticando ruidosamente las aceitunas que había traído el camarero, el viejo prosiguió su historia. Quien sí sabemos seguro que las tuvo en su poder fue Janowsky. Éste sí las aprovechó y alcanzó gran renombre, pero su espíritu ganador hizo que ocasionalmente desestimase las mejores jugadas dictadas por las mágicas gafas, que conducían a las tablas, cayendo derrotado en demasiadas ocasiones. Sintiéndose enfermo, se las dio a su colega Tartakower que, endeudado por su conocida afición a los casinos, se las vendió al doctor Euwe en 1932.

El campeón le interrumpió preguntándole qué pretendía al contarle aquella historia, si quería venderle las gafas. El viejo guardó el juego magnético, se levantó con dificultad, apoyándose en su bastón, y se puso su ridículo sombrero. Usted no es digno de llevar estas gafas, le dijo. No se preocupe por mí, no voy a disputar ninguna competición y no me volverá a ver jamás, pero sepa que estas gafas pronto cambiarán de dueño y cualquiera de sus rivales será el afortunado. Ya no podrá especular con jugadas dudosas porque uno de sus contrincantes sabrá cuál será siempre la mejor continuación. Dejará de ser el número uno. Y no me las intente quitar, la terraza del hotel está llena de los periodistas que cubren el torneo esperando que les proporcione un nuevo titular. Gracias por la Fanta. Y por las aceitunas. Adiós señor. El joven observó cómo el vejete alcanzaba la calle y desaparecía, comprendiendo que pronto dejaría de ser el campeón mundial.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Cruentos ejemplares, nº 2

No soportaba sus rancias canciones, tan mal tocadas, ni sus ridículas medias negras. Aborrecía la bandurria, la pandereta y las cintitas de colorines. Y aquella especie de escarapela también me sacaba de quicio... Y su perilla de gañán. Además, debo confesarle que me descomponen los sujetos que utilizan capa, como Jaime de Marichalar y, sobre todo, Ramón García. Desde siempre. No me pregunte por qué maté al tuno. Pregúntese, mejor, por qué no lo hizo nadie antes.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Uno de espías

El presidente del club y organizador del campeonato se dirigió al selecto público asistente rogándole un comportamiento acorde con el evento. Desde la barra, el agente pudo distinguir entre los socios y aficionados a dos grandes banqueros, al embajador portugués y a un ilustre parlamentario. También reconoció a varios abogados influyentes. Poco antes de las cinco, la hora de inicio de las partidas del torneo magistral de ajedrez de Londres, había hecho acto de presencia en las coquetas instalaciones del club Margaretha Zelle, su verdadero nombre según la documentación que le habían hecho llegar a Finer.

El presidente pretendía silenciar el murmullo admirativo de los allí congregados para seguir las partidas de los ocho maestros, de los aficionados subyugados por la inesperada aparición de la bailarina de origen holandés, por su madura belleza. La prensa, que tanto hincapié había hecho en el mínimo vestuario y en los velos utilizados en sus danzas javanesas, nunca había mencionado su afición por el ajedrez, sorprendente para muchos. Siguiendo el ejemplo de dos caballeros de edad avanzada, el campeón italiano Adriano Anselmi se había presentado a la diva como un incondicional de su arte. Sin embargo, no todo habían sido parabienes tras la rutilante irrupción de la estrella. Tres ancianos y un joven, pertenecientes a un selecto club cuyos estatutos vetaban la entrada a las damas, protestaron enérgicamente por la presencia de la artista y mostraron su descontento abandonando el local indignados. La situación parecía haberse normalizado ya y los jugadores habían tomado asiento, dispuestos a efectuar el primer movimiento. El presidente se secaba el sudor de la frente, había pasado lo peor.

James Finer había presenciado la escena desde el bar, paladeando su copa, apoyado discretamente en la barra. El revuelo causado por la bailarina internacional era más que previsible. No sólo por su delicioso físico, sino también porque los aficionados al juego no estaban acostumbrados a la presencia de una mujer en una competición ajedrecística, y menos a la hora del té. Tampoco él le había quitado ojo a la hermosa Margaretha, la exótica Mata-Hari. El agente Finer había recibido instrucciones precisas y no debía perder de vista a la mujer. Tenía que dejarla actuar, vigilándola estrechamente. Semanas antes de su misteriosa desaparición en el Orient Express, Karl Drechsler, otro de los mejores hombres del Servicio de Inteligencia Británico, había alertado a sus superiores de lo que él consideraba inquietantes movimientos de Alemania. Las distintas informaciones recogidas por el espionaje británico señalaban a la Zelle como posible agente reclutada por los servicios secretos alemanes, pero no existía ninguna evidencia concluyente. Nada más allá de la sospecha de que, aquel viernes de julio de 1914, un espía alemán de identidad desconocida y que operaba desde hacía dos años en las islas iba a ponerse en contacto con H 21, probablemente Margaretha Zelle. Una oscura leyenda rodeaba a aquella seductora mujer. Había sido la amante del hijo de Guillermo II, se creía que trabajaba para los alemanes, se sospechaba que también lo hacía para los franceses, se había asegurado que incluso había pertenecido al servicio secreto británico. Stacy y Ranken la habían seguido durante toda la mañana. Había desayunado tostadas y un zumo de naranja en el hotel donde se encontraba alojada y ojeado un ejemplar de The Times que había pedido a un mozo. Más tarde, había acudido al teatro en el que actuaría a partir del día siguiente y almorzado frugalmente en un céntrico restaurante con el director de la sala. Nada sospechoso. Un coche de alquiler la había llevado hasta las instalaciones que albergaban la competición. Finer entró tras ella. Lansky, el favorito en todas las apuestas para alzarse con el título, colaborador e informante ocasional de los servicios secretos de Su Graciosa Majestad, también permanecería alerta durante el torneo. El agente Woods completaba el operativo en el exterior, por si la bailarina que decía ser hija de un brahmán y una bayadera y presumía de haber nacido en las orillas del Ganges abandonaba precipitadamente la sala de juego.

Apuró su copa y se sentó junto a la mujer para no perder detalle de ninguno de sus movimientos. La dama, que lucía un escotado vestido gris, extrajo un espejito de su bolso y se retocó el cabello. Recogía su oscura melena de arrebatadores reflejos color miel con un pasador dorado. Sus gestos eran lentos, elegantes. Observó su magnífico rostro. Quizás la nariz un poco grande, pero no le restaba armonía al conjunto. Su mirada era aparentemente lánguida pero inteligente a la vez y en ella se adivinaba un punto de ambición. James Finer se amonestó por perder el tiempo evaluando el físico de la bailarina, se encontraba de servicio. Su cometido era otro bien diferente, tenía que mantenerse alerta si quería captar cualquier detalle fuera de lo corriente. Miró a su alrededor. Los distinguidos miembros del club y demás aficionados seguían con interés las partidas, de pie junto a los tableros, o en la distancia, como el vigilante y la vigilada, sentados frente a los cuatro tableros murales que reproducían los juegos. El parlamentario cabeceaba. Finer se fijó en un gordo sonrosado que no perdía de vista a la mujer sentada a su lado, visiblemente inquieto. El agente decidió hacer lo propio con aquel individuo de comportamiento sospechoso.

Pasaron las horas sin que ocurriese nada anormal. La rítmica cadencia del paso del tiempo en los relojes de competición, algunas toses, conversaciones lejanas, en la zona del bar. La dama se levantaba de vez en cuando para ver de cerca a los jugadores, y prestaba especial atención a las partidas del máximo favorito, Lansky, y de Dagot, un atractivo militar francés de mediana edad que jugaba de uniforme y uno de los ajedrecistas más fuertes de su país. Era evidente el desinterés por el juego de Anselmi, cosa que irritaba al italiano, que no cesaba de levantar la vista para atraer la atención de la famosa bailarina. En una de las idas y venidas de la diva, Finer observó cómo las mejillas del gordo enrojecieron cuando Margaretha le rozó al dirigirse hacia la zona de juego, donde permanecía cerca de un cuarto de hora antes de volver a tomar asiento. No podía descartar ninguna posibilidad todavía, pero la actitud de aquel hombre se parecía más a la de un tímido admirador que a la de un espía. Aquél no podía ser el contacto. Entre jugada y jugada, Lansky también controlaba la sala, en busca de una señal, de algo fuera de lo ordinario. Nada.

El militar francés jugaba enérgicamente sobre el enroque de Sir Sutherland, pero tenía material de menos. Los dos irlandeses del cuarto tablero porfiaban en una posición muy igualada, anodina, según observó la hermosa artista. Su boca era carnosa. Finer asintió y comentó alguna obviedad. Mata-Hari llamó su atención sobre el poderoso alfil del francés aquí ella le hizo un guiño que el agente no supo entender y el interesante desarrollo de la partida del favorito, de la que le comentó en voz baja los últimos movimientos. Al poco, Lansky y su oponente, un terrateniente brasileño de oronda figura, firmaron tablas en el juego que Margaretha le acababa de comentar, una partida que podría haberse prolongado durante más movimientos, según su modesto entender. Anselmi perdió su partida al ser incapaz de frenar las fuertes acometidas de un belga que presumía de poseer las patillas más pobladas de Occidente. Finer la valoró, dentro de sus evidentes limitaciones, como una partida espectacular.

Poco después de la rendición del italiano, el gordo de extraño comportamiento se puso el abrigo y salió del local. Finer siguió sus pasos y se asomó a la puerta principal. Con una seña le indicó a Woods que le siguiera calle abajo, por precaución. Woods agradeció la orden con una leve inclinación de cabeza, se le estaban entumeciendo los huesos, y, levantando el cuello de su abrigo, se adentró en la brumosa noche londinense tras el sospechoso. En la sala de juego todo continuaba igual. De hecho, salvo la anécdota del obeso enamorado, porque todo parecía indicar que se trataba sólo de una anécdota, todo continuaba igual, igual, exasperantemente igual desde el inicio de las partidas. Los alemanes acostumbraban a pasar los mensajes en forma de pequeñas bolas ocultas bajo las uñas. O dentro del oído. Nada de eso había podido ocurrir en el club. Ni una aproximación a la hermosa artista, nada extraño.

El silencio envolvente de la competición y el sigilo con el que se movían los presentes habrían delatado cualquier comportamiento diferente al habitual, el más insignificante agente, el menos avisado, lo habría advertido. Finalizaron las dos partidas restantes con sendos empates. Mata-Hari se dispuso a abandonar el recinto, como los demás asistentes, pero antes se acercó al oficial francés y se presentó. Finer encontró aquel gesto sumamente descarado para una mujer, pero la moral de las artistas del continente parecía ser muy diferente a la que debía tener una dama inglesa. Se encolerizó al ver que al mismo tiempo la bailarina deslizaba la tarjeta de su hotel bajo los guantes del oficial, todavía encima de la mesa. Qué atrevimiento. Relacionó aquel gesto más con la atracción que se decía sentía la exótica Margaretha por los uniformes y los militares contenidos en su interior que con la propia misión de seguimiento en el torneo de ajedrez. A pesar de ello, no quiso que en su informe quedasen cabos sueltos. Se acercó a Lansky y, tras felicitarle por la excelente competición realizada hasta el momento, le dejó encargado averiguar si la tarjeta escondida debajo de los guantes de Dagot contenía algún mensaje. Recordó el comentario sobre el poderoso alfil del francés... no, no podía admitir semejante grosería. Ojalá aquella mujerzuela con maneras de cortesana abandonase las islas cuanto antes. Era amoral, indignante.

Superado el silencio de las partidas, los admiradores de la artista se congregaron a su alrededor. La mujer era realmente atractiva. Y encantadora, hasta Finer debía admitirlo. Atendió con coquetería a todos aquellos caballeros hasta que llegó un coche que la condujo hasta donde se hospedaba. El agente fue uno de los últimos en dejar el club. Respiró satisfecho, allí no había ocurrido nada, aún en el supuesto de que la Zelle fuese una espía alemana, cosa que él ponía en duda. Una mujer guapa, deslumbrante, y famosa no podía ejercer de espía, en tanto que en cualquier aparición pública se convertía en el centro de todas las miradas. El buen agente secreto debía ser, ante todo, discreto como él. Invisible. Salvo que Woods o Lansky descubriesen algo revelador, en su informe reseñaría la inocencia de Mata-Hari. La investigación debía reorientarse, en su opinión, hacia la otra sospechosa, Clara Benedict.

Era una de las mejores suites del hotel. Mata-Hari había exigido que la decorasen con motivos orientales. Incluso había hecho traer algunas piezas de su residencia de Neuilly. Aprovechaba cualquier pretexto para alimentar la misteriosa leyenda que rodeaba su origen. Java, la India... Sin cambiarse de ropa, tomó una cuartilla con el membrete del hotel en uno de sus ángulos superiores y se sentó frente al secreter, donde había un pequeño elefante de marfil y un tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas en la posición inicial. Siva, atento desde un rincón de la estancia, observaba el rutinario quehacer de la espía. Comenzó a reproducir una de las partidas presenciadas aquella tarde y a anotar las jugadas en la cuartilla: 1. e4, c6; 2. d4, d5; 3. Cc3, dxe4; 3. Cxe4, Cf6... Simplemente había tenido que memorizar la partida de Lansky, todo había resultado muy sencillo, hasta gracioso. El tipo obtuso sentado a su lado toda la tarde había confiado parte de su vigilancia al agente doble Lansky, Suchowljansky, H 16, sin lugar a dudas el mejor espía del kaiser. Y precisamente Lansky, y el brasileño, otro hombre de entera confianza, habían sido los encargados de hacerle llegar el mensaje cifrado por medio de una partida preparada de antemano, un mensaje evidente, público, una información vital comunicada a la vista de todos los asistentes. Transcribió las veinte primeras jugadas separándolas adecuadamente y extrayendo los símbolos innecesarios, listas para su decodificación: e4c6d4d5 cc3de4 ce4 cf6gf6 cf3 ag4c3 dc7 ad3e6 ae3 cd7h3 ah5g4 ag6h4000 ag6hg6 da4 rb8000 cb6 dc2 cd5c4 ce3fe3f5g5 ag7 dh2dh2. La notación algebraica, adoptada por Alemania en el siglo XVIII, apenas se utilizaba en Gran Bretaña, país donde el sistema descriptivo gozaba de gran aceptación. Abrió el libro de códigos. “H 21 regreso inmediato Berlín. Instrucciones precisas. Posterior misión Francia. Inminente guerra europea”. Regresaría de inmediato a Berlín, sí, pero no podía cancelar las tres actuaciones contratadas, resultaría demasiado sospechoso. Sacaría un pasaje para dentro de cinco días. Primero tenía que destruir unos cuantos documentos... y concertar una cita para el lunes con un atractivo oficial francés, jugador de ajedrez, de nombre Dagot, en el Ritz.

miércoles, 31 de octubre de 2012

El polen de microideas

La semana pasada terminé la lectura de la Antología del microrrelato español (1906-2011) : el cuarto género narrativo, recientemente publicada por Cátedra. En este excelente repaso de Irene Andrés-Suárez por la historia del microrrelato patrio me llevé una enorme sorpresa al descubrir, en Regreso, de Manuel Moyano (El imperio de Chu. Murcia : Tres Fronteras, 2008), muchos puntos en común con mi Yogur premiado (Cruentos ejemplares y otras microficciones. Málaga : Seleer, 2012). Admito, no sin cierto rubor, no haber leído antes a Moyano (acabo de sacar en préstamo Teatro de ceniza para subsanar esta carencia), así que ésta es una de aquellas casualidades que casi le ponen a uno los pelos de punta, como me dijo ayer un amigo. Lo del polen de ideas, vamos, adaptado a nuestro microcosmos. Os dejo con los dos microrrelatos para que comprobéis el asombroso (así lo juzgo yo) parecido entre ambos, esperando que disculpéis la presuntuosa comparación:

REGRESO (Manuel Moyano, 2008)
"Ya no hay nada que hacer", escuché que decía el médico mientras su mano cerraba suavemente mis párpados. Al principio solo vi oscuridad. Luego, en mitad de la negrura, se abrió un largo túnel: desde su otro extremo me reclamaba una intensa luz blanca. "Así que eso es el Cielo", pensé mientras me deslizaba, como si flotase, entre sus paredes húmedas y turgentes. Una extraña felicidad me invadió. Sin embargo, cuando llegué al final del túnel, lo que encontré no fue un mundo maravilloso, sino otra habitación de hospital. Un gigante me había agarrado de los tobillos y, sosteniéndome boca abajo, golpeaba con fuerza mi trasero. Indignado, intenté pronunciar algún exabrupto, pero de mi garganta no salieron palabras: sólo un chillido de recién nacido.

YOGUR PREMIADO (David Vivancos, 2012)
Se personó en el Departamento de Promociones con la tapa del yogur premiada con un nacimiento. Lo acomodaron en un cuarto oscuro sin darle oportunidad de preguntar en qué consistía el regalo exactamente, ya que tanto él como su señora hacía mucho que no podían tener niños. Permaneció sentado hasta que se abrió una puerta. Avanzó cauteloso hacia el rectángulo de luz recortado en la penumbra. Nada más cruzar el umbral, sintió cómo alguien lo agarraba del tobillo y lo levantaba. Recibió una fuerte palmada en la espalda. Quiso protestar pero sólo consiguió emitir un llanto sostenido, desgarrador.

jueves, 25 de octubre de 2012

La peonada de Don Real

A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, sepultado por mis propios compañeros, soy uno más de los peones blancos del juego. Sin embargo, los demás me tratan con un respeto y un cariño especiales desde que el azar me trajo a este histórico club de ajedrez, hace poco más de dos años. No creo que sea el afecto lógico hacia el recién llegado, puesto que su respuesta hacia un caballo blanco y una torre negra de plástico que vinieron conmigo no es tan amable. Y no es que les traten mal, porque las piezas que completan los juegos provenientes de otros siempre son bien recibidas. Las piezas originales se sobreponen cuando se pierde o se rompe una compañera, saben hacerles la vida fácil a las nuevas, necesitan de ellas para continuar siendo útiles y disfrutar del juego, es ley de vida. Creo que este trato deferente que recibo se debe a mi larga experiencia, tengo casi ochenta años, al respeto que infunde, para bien o para mal, la edad.

Permitidme que me presente. Me llaman Don Real. A pesar de que algunos hacen bromas sobre el origen de mi nombre o componen divertidos juegos de palabras con sus letras, este apelativo viene de mi admiración hacia el doctor Rey Ardid, al que tuve el placer de servir en algunas partidas que disputó en Barcelona. Qué clase tenía. En dos de ellas tuve la suerte de ser el peón de dama y observar el despliegue de su juego desde el centro del tablero, del principio al fin, viendo cómo mis compañeros menos afortunados eran capturados y retirados de la lucha. Las dos partidas fueron muy importantes en el desarrollo del campeonato, decisivas, disputadas ante rivales de entidad… Podría contar muchas más cosas de otros grandes ajedrecistas y de otras tantas competiciones, pero no quisiera aburriros con mis recuerdos. Como dije, soy un anciano peón blanco. Un peón de madera, sin barnizar, que el tiempo ha tornado amarillento, que perdió hace tiempo el fieltro que impedía que los tableros se estropeasen con el roce de mi base. Relativamente pequeño pero digno, de apariencia modesta, un tronco y una bola a modo de cabeza, calvo como una rana, sin molduras ni adornos superfluos. Me han dicho que existen juegos de ajedrez temáticos y que sus peones han sido hábilmente tallados representando guerreros espartanos, gendarmes, conejos, mesoneros o futbolistas, pero yo no los he visto nunca.

A pesar de mi edad todavía espero con ansia el momento en que alguien retira la tapa y la sola presencia de la luz sirve para liberarnos de nuestro particular cautiverio. Siento una especial excitación al chocar con mis compañeros cuando se inclina la caja y nos dejan caer, con mayor o menor cuidado, sobre el tablero, produciendo ese ruido tan característico y difícil de olvidar, controlado alud de madera contra madera. En el momento en que los jugadores nos disponen sobre las casillas para iniciar el juego debo controlar la explosión de júbilo que me domina. La experiencia me ha enseñado a obrar con gran astucia tras la caída. A fin de evitar el centro del tablero, en el que las posibilidades de ser capturado al comienzo de la partida son mayores, me dejo caer, rodando sobre los escaques, hacia uno de los flancos para que el jugador que conduce las piezas blancas me escoja y me convierta en uno de sus peones de torre o de caballo. No es, ni mucho menos, una táctica infalible, pero da unos resultados satisfactorios. Alguien ha entrado en el local. Me da igual que se trate de un ajedrecista fuerte o de un jugador aficionado, que sea ese compulsivo fumador de puros o aquel quinceañero espigado tan prometedor. Quiero formar parte de una partida, necesito recorrer las casillas. Lo que más me gusta es participar en un final, convertirme en pieza decisiva, avanzando con firmeza hasta la octava línea. La sensación de convertirse en un peón pasado, de dejar atrás a tus compañeros y a tus rivales y la culminación, dejar el juego sustituido por la dama al promocionar en la octava fila, no puede explicarse con palabras. Tras aterrizar sobre el tablero, ruedo hacia la izquierda rogándole a Caissa que se convierta en mi cómplice y premie una vez más mi maniobra. La fortuna me sonríe. El jugador me coge por la cabeza firmemente, me levanta y me coloca frente a su caballo del flanco de rey.

Ya estamos todos dispuestos en el campo de batalla. La partida será larga, durará toda la tarde, se va a jugar sin reloj que limite el tiempo de reflexión de ambos ajedrecistas. Noto que mis compañeros, blancos y negros, se remueven nerviosos en su posición inicial, deseosos de que comience el juego. Existe un implícita compasión hacia los peones de rey y de dama blancos, que serán los que abrirán la partida y con probabilidad caerán al arrancar la contienda. Con sorpresa, noto que el jugador me iza. Qué extraño. Me va a avanzar una casilla para fianchettar el alfil de rey detrás mío, pero si ésta es la idea lo lógico es mover primero el caballo y luego, adelantarme. Este jugador no es habitual del club, sin duda. Cuando acabo esta reflexión y miro hacia abajo, observo que no estoy en un cuadro negro, sino blanco. Este individuo me ha adelantado dos casillas y no una. Presa de una gran excitación, comienzo a atar cabos y deduzco que mueve las piezas blancas aquel estudiante tan alto, especializado en el mundo clásico creo, que apenas viene por el club. Siempre plantea la nefasta apertura Grob, cuyo fatídico primer movimiento acabo de protagonizar. El peón de dama negro avanza dos escaques y el alfil blanco ocupa la casilla desde donde comencé la partida. Estoy amenazado por un alfil negro y el estudiante no ha hecho nada por defenderme. Creo que si fuese capturado, el blanco obtendría un fuerte contragolpe en el flanco de dama. Estoy relativamente tranquilo, la ganancia del peón no puede ser la mejor respuesta del bando negro. Sin embargo, tras una breve pausa, el inconsciente que dirige las negras coge su alfil de dama con la mano derecha y con un hábil movimiento me alza del tablero y coloca en mi lugar la pieza.

A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, espero al día de mañana.

jueves, 18 de octubre de 2012

Bronca

El de la gorra a cuadros de matador de toros que pasea por la finca es el primero en levantar la voz. ¡Ojalá te quemen los ojos con salfumán!, dice. El otro, el del bastón lleno de nudos, asiente y se apunta a eso de gritarle al linier. ¡Tienes cabeza para dos pescuezos!, vocifera con timbre asonante de cascabel cascado. El niño de orejas audaces que los acompaña sale de debajo del banquillo portátil que hace años alguien retiró del campo y dejó aparcado junto al muro, donde el marcador. Como parece que ha dejado de llover, ajusta el cierre de su paraguas infantil y se adelanta unos pasitos más. Mira con recelo descarado al abuelo y a Don Ángel, siempre apoyado en ese cayado horrible que le recuerda al farmacéutico del pueblo.

 ¡Así se os caiga un balcón encima de la cabeza a los tres!, arranca de nuevo el abuelo. ¡Sois todos iguales, estáis todos cortados por la misma navaja!, proclama seguidamente. Su amigo mueve la mandíbula como sólo los viejos con dentadura postiza saben hacerlo y está a punto de dar la réplica cuando el pequeñajo, ceñudo, los reprende. Abuelo, déjame ver el partido tranquilo, me duele la cabeza, ruega, con una circunspección adulta e inapelable que asusta. Hijo, se defiende el anciano quitándose la gorra y pasándose la mano llena de venas y manchas y más venas por la calva, ¡es que en casa no nos dejan hablar! Ríe la gracia Don Ángel y el crío se encoge de hombros, sin saber muy bien qué significa ese resignado gesto que tantas veces ha visto repetir a su madre y que ahora él imita de manera autómata.

El árbitro pita entonces el final del minuto de silencio y ordena el comienzo del partido. El interior izquierda del equipo visitante da un leve toque al balón y el delantero centro lo retrasa hasta el capitán, quien levanta la vista buscando a un compañero bien posicionado para iniciar la primera acción de ataque.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Señor juez

- ¡Por el amor de Dios, que alguien cierre esa ventana!, ¡este balanceo me está poniendo nervioso!
- Disculpe, inspector, creo que ya pueden proceder a retirar el cadáver.

El juez, sentado frente a la sobria mesa de caoba del despacho, volvió de su ensimismamiento. Sobre ella, junto a un tablero de ajedrez en el que había quedado incompleta una partida, un sobre de color crema dirigido al señor juez, con el escudo nobiliario del conde del Rocinar en su ángulo superior derecho, dos caballos, uno blanco y uno negro, sobre fondo escaqueado y una leyenda, Un jaque siempre queda bien. Se lo facilitó un agente, aunque al parecer ya lo había abierto la hija del conde. El carácter especial del finado y el sobre abierto previamente por la niña le empujaron a iniciar la lectura allí mismo, saltándose las diligencias habituales. Además, el inspector era de confianza, el juez le conocía desde hacía años. A lo largo de su dilatada carrera sus manos habían abierto infinidad de cartas de suicidas, pero nunca hasta entonces había tenido el dudoso placer de leer la despedida de un noble, aunque éste perteneciese a una familia venida a menos. En los últimos tiempos, el conde se había convertido en un habitual de los medios de comunicación. Su hijo mayor había fallecido en un trágico accidente y se había visto envuelto en un escándalo financiero de grandes dimensiones. El juez recordaba al conde como un hombre joven y fuerte, de unos treinta y cinco años de edad, apuesto diría, pero lo que más le había llamado la atención era su mirada, triste, huidiza. Dejaba viuda y una hija.

El cuerpo del conde se mecía levemente junto a la ventana. Había improvisado la soga con el cinturón del elegante batín de seda que todavía vestía. Su pijama color burdeos también parecía de excelente calidad. El aire fresco no había eliminado totalmente el olor dulzón de los orines. Un agente procedió a descolgarlo con sumo cuidado y con la ayuda de un enfermero lo introdujo en una bolsa negra de plástico. La grotesca mueca del conde del Rocinar se ocultó tras la cremallera.

Con aparente tranquilidad, el juez extrajo del sobre unas cuartillas escritas con trazo firme y anguloso, ligeramente inclinado a la derecha.

“Señor juez, 

nunca fue práctica habitual de los de Arellano-Cabeza de Vaca eludir las muchas responsabilidades que la historia de España puso sobre nuestros hombros desde los tiempos en que don Rodrigo de Arellano recibió el condado del Rocinar de manos de Felipe II. Jamás rehuimos nuestras obligaciones y en todo momento afrontamos los deberes que conlleva la defensa de tan nobles apellidos, incluso en las épocas más difíciles. Precisamente en un intento por salvar el honor del linaje, llevado con tanto orgullo durante siglos por mis antepasados, voy a relatar las circunstancias que me han empujado a realizar una acción que puede parecer tan innoble. Yo, Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas, me he visto obligado a manchar el honor de mi familia a los ojos de la sociedad con la indigna determinación del suicidio al no poder combatir en igualdad de condiciones con el rival más temible y poderoso, el maligno que se deleita con la humillación de las más piadosas estirpes, el príncipe de las tinieblas, Belcebú”. 

“Heredé de mi padre su espíritu deportista y la afición por la competición. Siendo niño me introdujo en la práctica de la vela, la equitación y el golf. También me inició en el ajedrez, argumentando que era el deporte más noble que podía practicarse. Disputé numerosas pruebas de vela hasta alcanzar la edad juvenil, clasificándome siempre en los puestos de honor. Sin embargo, siempre destaqué en la equitación, gané distintos concursos hípicos y me llegué a hacer un nombre en el circuito internacional. Estuve muy cerca de representar a España en los Juegos Olímpicos de 1992 en la modalidad de salto, pero una lesión me lo impidió. Aquella situación idílica se prolongó hasta dos años después. El infortunio se cernió sobre los de Arellano-Cabeza de Vaca. Una de las sociedades mercantiles que mi padre presidía se declaró en quiebra con todo lo que ello conllevaba, en forma de juicios e indemnizaciones. Alarmados por su grave situación económica, sus acreedores aprovecharon este momento para exigirle el pago de sus deudas. Mi padre pudo hacer frente a todas las demandas y a esos pagos, pero el patrimonio familiar se vio seriamente dañado. Vendió las residencias de Galicia, Cantabria y Valencia, y con ellas sus caballerizas y las tres embarcaciones de recreo. Agotado, enfermo y, sobre todo, decepcionado, murió poco después, dejándome el palacio de Verneda, esta finca y sus dos caballos más queridos, Efetrés y Alcibíades. He sido incapaz de transmitir su herencia a mi hija Cayetana”. 

Una solícita criada con los ojos enrojecidos por el llanto sirvió a los agentes unos refrescos, ofrecimiento que rechazó el juez sin alzar la vista, ya que continuaba absorto en la lectura de las sorprendentes cuartillas redactadas por el difunto. ¿El príncipe de las tinieblas? El inspector cogió su vaso y se dirigió hasta la biblioteca, que se alzaba magnífica tras el magistrado. Un lobo disecado le miraba feroz junto al escritorio. Paseó distraídamente la mirada por los volúmenes que la componían, la mayor parte lujosamente encuadernados. La colección se le antojó atípica, no era la esperada para un grande de España, a pesar de observar que la mayoría eran obras sobre historia y política del país. Le sorprendió que una parte nada desdeñable de la biblioteca estuviese dedicada al espiritismo, al satanismo y a las ciencias ocultas, temas que personalmente le inquietaban, y que hubiese un pequeño apartado dedicado al ajedrez. Bien pensado, esto último no era de extrañar, no sólo por el tablero sobre la mesa, sino por el blasón familiar que coronaba la fachada de la finca, que también hacía referencia al juego. Asimismo, había obras de ficción, una heterogénea selección de la mejor literatura contemporánea. El inspector dedujo que el conde debió de gozar de un excelente sentido del humor puesto que allí estaban, entre otras, las obras completas de Eduardo Mendoza, de Mikhail Bulgakov, Las aventuras del valeroso soldado Schwejk y selecciones de cuentos en diferentes idiomas de su autor, Jaroslav Hasek, los relatos de Woody Allen y Groucho, diferentes libros de Italo Calvino, La sombra del águila de Arturo Pérez Reverte y una antología del genial crítico taurino Joaquín Vidal.

“Nuestra precaria situación económica hizo que me alejase paulatinamente de la vela y la equitación y me concentrase en el ajedrez, juego en el que alcancé un nivel respetable. Mi historia comienza hace unos dos años, cuando empezó una nueva edición del campeonato internacional de ajedrez postal. Formaba parte de un grupo de ocho jugadores, por lo que debía disputar siete partidas simultáneamente. Me gustaba esta modalidad del juego porque podía analizar las posiciones en profundidad, estudiarlas, tomarme un tiempo razonable antes de enviar la respuesta a mi rival por correo. En poco más de un año se decidieron las cinco primeras partidas, cuatro victorias y una derrota. A nivel personal, fue un año terrible. La muerte de mi ama, el accidente mortal de mi hijo, la presión de la fiscalía que comenzaba entonces a investigar mi patrimonio. Supongo que tendrá conocimiento de todo ello si sigue mínimamente la prensa. Elena, mi esposa, mi querida esposa, mi hija y el ajedrez fueron los únicos consuelos en aquellos momentos tan difíciles”. 

“Tres meses más tarde conseguí doblegar la numantina defensa del irlandés McGowan. Un gran ajedrecista. Sólo quedaba una partida, la del húngaro Szabo, que se prolongaba de modo inusual. Habíamos jugado la apertura ágilmente, siguiendo los cauces recomendados por la teoría. Sin embargo, el medio juego había sido trabado, lento, una sucesión de maniobras a largo plazo en busca de un final ventajoso. El estudio de la posición me incomodaba, presentía algo negativo que me era difícil de explicar. Quería acabar aquella maratoniana partida cuanto antes, como fuese. Hubiera ofrecido tablas a mi rival de no ser por un error trivial que cometí y que me dejó en posición desesperada, con tres peones de menos. En aquel momento, achaqué el error a la desazón que me producía este último juego, que se prolongaba exasperantemente. También podía haber influido la sentencia, dada a conocer en esas fechas, la venta precipitada del palacio...”

Frente a la mesa del despacho había un mueble bajo con un pequeño televisor. El inspector no entendía demasiado de antigüedades, pero le pareció una pieza de calidad, con delicados motivos florales cuidadosamente labrados en la puerta. La abrió y observó que el interior había sido adaptado para alojar un vídeo y una veintena de películas. Allí estaban La semilla del diablo, El exorcista, La profecía, La maldición de Damien, La novena puerta... Aquel sitio comenzaba a darle escalofríos. Se imaginó el espectral efecto de las sombras en el despacho cuando se ocultase el sol y se corriese aquella gruesa cortina de terciopelo color ceniza cada noche. Se dirigió a la ventana, que continuaba abierta. Quería ver el sol de la mañana, los pinos que flanqueaban el camino que llevaba a la propiedad. Un perro comenzó a aullar.

“No sabría explicar la razón objetiva por la que, días después, me senté en el despacho a repasar el desarrollo de mi partida con Szabo. Las desgracias se sucedían desde que comenzó aquel maldito campeonato, y era la única partida todavía en juego. Estaba convencido de que existía alguna relación entre el torneo, Szabo y las miserias de los últimos años. ¿Quién podría ser ese Atanas Szabo? Busqué la ficha con la información de los jugadores del grupo que me había hecho llegar la federación internacional. Arellano, Herrera, Hoffmann, Holly, McGowan, Nunes, Solomon... y Szabo. Szabo, Atanas. De Budapest, Hungría. Era la primera competición que disputaba. Aquel impreso no contenía más datos y, sin embargo, allí estaba lo que buscaba. Distraídamente, me puse a jugar con aquellas palabras. Atanas, Szabo, Budapest, Hungría... Atanas el Magyar, Budapest, Hungary, Atanas Szabo, Szabo, A., Atanas S... ¿por qué no S., Atanas? No me llevó demasiado tiempo convencerme de que había dado con la combinación correcta y la respuesta a todas mis preguntas. Me estaba enfrentando a Satanás en una funesta partida cuyas jugadas se iban plasmando de modo cruel a mi alrededor. No sólo me había dado la clave, ¡se estaba burlando de mí! La eliminación de cada una de mis piezas se materializaba en una pérdida en mi entorno más querido. Mi hijo Jacobo, mis dos preciosos alazanes, el palacio de Verneda, Braulio y el resto del servicio...”

“Recordé las primeras jugadas de aquella demoníaca Caro-Kann. Nada más comenzar la partida, intercambiamos un peón central la misma semana que fallecía repentinamente Manuela, la que fuera mi ama y que seguía viviendo con nosotros en Verneda. Después vino el fatal accidente de Jacobo, cuando su montura calculó mal un obstáculo y le envió al suelo. El dolor por la muerte de mi primogénito me empujó a sacrificar al querido animal y, unos días después, cambiaba el alfil de casillas blancas y el caballo del flanco de rey en la lucha por el control del centro de mi partida con el diablo. Al cabo de más de medio año golpeó fatalmente mi delicado estado financiero la famosa sentencia que usted recordará por los periódicos, la cual me obligó a malvender el palacio de Verneda para satisfacer mi deuda con el fisco y a despedir a las cuatro personas que lo mantenían durante el verano, período que pasábamos en la finca de Casanueva de Aranda. Entre ellos se encontraba Braulio, el chófer, que dejó de trabajar para la familia después de treinta y siete años de servicio. Haciendo memoria me pareció escuchar la risa de Satanás recordándome la coincidencia de la venta con el cambio de torres y los despidos con un torpe intercambio de peones, que me condujo a una fatal secuencia de jaques de su dama y a la pérdida de tres infantes más. Analicé mis últimas jugadas y ratifiqué con horror su jaque de caballo, que me forzaba a su captura a cambio de mi pieza dos días después de que el carbunco matase al noble Efetrés”.

“¿Qué podía hacer ante una situación tan desesperada? Consulté mi biblioteca y no hallé remedio para mi angustiosa realidad. No se documentaba ningún caso que tuviese alguna similitud, ni siquiera remota, con mi problema. Llegué a consultar a un experto en ciencias ocultas y satanismo y también a un vidente, pero pronto me di cuenta de que eran unos embaucadores. Me encontraba jugando al ajedrez postal contra el mismísimo Lucifer, el ángel caído, y defendía un final de dama, torre y alfil con tres peones de menos y la única solución tenía que estar sobre el tablero. Analicé detenidamente la posición. Si jugaba de modo pasivo, a la defensiva, las negras cambiarían las piezas con comodidad e impondrían los tres peones de más en el final de la partida. No podía permitir ese lento y agónico desenlace, más capturas, más muertes a mi alrededor. La única solución de acabar la partida cuanto antes era aprovechar la actividad de mi dama y mi alfil. De no ser por la buena situación de estas piezas, la partida estaba objetivamente perdida”. 

“Ideé una secuencia de jaques que me permitieron mejorar todavía más la posición de mi alfil y activar la torre, además de evitar que durante esos días desapareciesen más piezas del tablero. Sin embargo, aquella era una maniobra de distracción, un ataque sólo aparente. Después de una defensa correcta mi último jaque era simplemente el reflejo de mi desesperación. El ataque había concluido. Ahora era el turno del contraataque negro. En ese momento, ocurrió lo inesperado, me vi sorprendido por la última jugada de Satanás, un débil movimiento de rey que me permitía alcanzar las tablas mediante el sacrificio de mi dama, consiguiendo un jaque continuo basado en la combinación de la acción de la torre y el alfil. La posición estará todavía en el tablero de mi despacho”. 

El juez interrumpió la lectura y miró la posición. Apenas sabía mover las piezas y no entendía las jugadas que explicaba el conde, pero allí estaban la dama, el alfil, la torre. El bando negro tenía tres peones de ventaja. Un agente entró en el despacho e informó al inspector de que la condesa estaba con su hija, mucho más tranquila. Había confirmado que su marido hacía meses que se mostraba algo más nervioso de lo normal e intranquilo, y achacaba el suicidio al cúmulo de desgracias que había padecido el conde durante los dos últimos años. La niña continuaba llorando. El inspector dio gracias al cielo por tener una buena excusa para abandonar aquel despacho y acompañó al agente para interrogar a la viuda. El juez prosiguió la lectura del relato.

“Si se hubiese tratado de una partida normal, no hubiese dudado, habría entregado mi dama para conseguir las tablas. Pero en aquel macabro pasatiempo, la entrega suponía poner fin a la vida de Elena. La madre de mis hijos. La dama era mi mujer, mi apoyo. Mi amor. No podía tolerar que ella diese su vida, mi existencia habría dejado de tener sentido. Sin embargo, el ajedrez me ofrecía una solución alternativa. Mi padre solía decir que una de las virtudes del juego era que uno podía abandonar la partida al saberse perdido, una retirada a tiempo era incluso honorable. El abandono, mi vida a cambio de la suya. Poniendo fin a mi vida, inclino mi rey ante Satán, esperando que con la victoria se dé por satisfecho y no se lleve de este mundo lo que yo más quiero. Me rindo, dejo la partida como han hecho tantas veces los grandes campeones de este juego durante siglos, sin que ello suponga un deshonor para nuestro linaje”. 

“No me queda mucho más que añadir. He escrito esta carta en plena posesión de mis facultades mentales y éstas son las verdaderas motivaciones por las que he decidido poner fin a mi vida. Quiero impedir de esta manera que se abra una investigación sobre las causas de mi muerte que pueda suponer molestias a Elena y Cayetana, a mis socios y amistades o al servicio, a cuyos miembros tengo en muy alta estima, así como dañar el honor de cualquier miembro de mi familia”. 

Finca de Casanueva de Aranda, a 24 de agosto de 2001 

Firmado: Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas 


***** 


El viejecito interrumpió su cena. Su mirada, iluminada durante toda la velada por las ocurrencias de su esposa, quedó fija en el icono de San Esteban y parecía perdida, a la vez. Cayó una lágrima. Su hijo le acababa de traducir una carta en inglés que había llegado aquella misma mañana. El mismo sobre utilizado por el conde para enviarle las jugadas, pero en esta ocasión la remitente era su viuda, que le comunicaba el fatal desenlace. Los dos le miraron apenados. Su menudo cuerpo se estremeció. Apartó el tazón de leche y la hogaza de pan secto, se santiguó y juntó sus manos. Atanas Szabo rezaba por el alma de su amigo Jacobo.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El abrazo

El acomodador iluminó una butaca libre. Recorrí la fila hasta mi localidad mientras, en la pantalla, el domador ya declaraba su amor a la trapecista. Mi vecina de asiento, entonces, me susurró al oído que la abrazara, así, sin más, y se acurrucó a mi lado, descansando la cabeza en mi hombro.

Dudé apenas unos segundos para, finalmente, acceder al deseo de la desconocida. Le pasé el brazo por detrás y cogí su hombro. Suspiró. Su cabello, ella misma, olían a jazmín. La historia del circo dejó de interesarme. Pasados unos minutos, me incorporé levemente y acerqué mis labios a su boca en penumbra. Me rechazó con delicadeza. Me suplicó que no lo estropeara y rogó que me limitara a abrazarla. Que sólo eso necesitaba.

Acabó la película y se desembarazó discretamente de mi abrazo. Al encenderse las luces observé cómo ayudaba a ponerse el abrigo al hombre de su derecha. Lo arropaba con ternura no disimulada. Y lo hacía así porque su acompañante era manco de ambos brazos. Ella se volvió y se despidió acariciándome la mejilla. Su marido también quiso agradecerme lo que había hecho por ellos y me dedicó una sonrisa de emocionada gratitud que jamás olvidaré.

(Este relato consiguió el segundo premio en el III Certamen de Microrrelatos de Cine Arvikis Dragonfly 2012)

miércoles, 26 de septiembre de 2012

La americana o relato de mil rayas y un solo punto

Cuando el otro le preguntó en la cola del dispensario por la americana, que dónde la había comprado o si había sido un regalo y si hacía mucho que la tenía, él se sorprendió de que le hubiese llamado tanto la atención y de que no lo hubiese visto antes con ella ya que, si bien solía vestir con chaqueta para ir a la facultad, donde el otro no tenía por qué haberlo visto jamás (ni ganas), ambos podían haber coincidido en el metro cuando iba camino de la universidad o ya en el barrio, de vuelta del trabajo o en algún comercio, y le contestó, en voz baja para que no lo escuchase el viejo del bigotillo tardofranquista trazado con tiralíneas que los precedía en la fila, señalándose el codo izquierdo de la prenda, mostrándole el triste brillo pardo del paño muy rozado de la chaqueta, que por lo visto pasaba más desapercibido de lo que creía, que debía de tener más de seis años, posiblemente ocho o nueve, diez acaso no, y lo recordaba porque por aquel entonces todavía daba clases como profesor asociado en la escuela universitaria de biblioteconomía (y documentación, siempre olvidaba mencionar la coletilla que le daba cierto empaque a aquellos estudios de segunda fila, en su opinión, modesta pero autorizada) y aún vestía de progre oficial, con tejanos más o menos raídos y más o menos limpios, camisetas y calzado deportivo de mercadillo, sin marca, sobre todo sin marca, como las zapatillas del cabeza rapada de la fila, a quien se veía satisfecho con su brazo derecho escayolado, suspendido en el aire como si se lo hubiesen inmovilizado sin tiempo de completar un orgulloso saludo a la romana, y además aquellos deslavazados suéteres, igualmente progres, a poder ser negros o con rayas horizontales, y una cazadora, tejana también, con alguna insignia prendida de uno de los bolsillos superiores, una claqueta que le había regalado en tiempos mejores una compañera de la facultad de historia, tiempos que él creía de amistad cuando en realidad eran de tolerancia académica, un zorrito muy cursi, una máscara teatral adquirida en el mercado de Sant Antoni muchos, muchísimos, años atrás, cuando Serbia se escribía con uve, en una parada regentada por un señor alto y muy delgado, de maneras suaves, amables, un galán otoñal con un pañuelo de seda verde anudado al cuello y que desprendía un exagerado olor a humo, que no a tabaco, sino a humo, unos pinceles, un Pegaso rampante que era otra cursilada, un símbolo antifascista de su variada colección de símbolos antifascistas, que ya no tenía edad de lucir, por cierto, porque para eso también la hay, qué duda cabe, y fue entonces cuando un día, al llegar al barrio tras dos horas martiriales y de fuentes de información en ciencias sociales (derecho, política, economía o sociología) y tres cuartos escasos de cortado corto de café y cruasán largo de aceite con la chica de fotocopias, subiendo ese jueves por la escalera mecánica del metro, en realidad estaba casi seguro de que fue la tarde de un jueves de invierno porque recordaba perfectamente la apagada luz de las seis, o puede que fuese la de las siete, que todavía le permitía leer el final de la página o el final del capítulo del tomazo de Gerardo Capacaída (la extensión de las novelas de Capacaída siempre era notable, no se trataba de libros que se leyesen en el cuarto de baño en un par de cagadas), un autor de origen chileno (y, por tanto, chileno) cuyas páginas dulcificaban durante esos años su diaria y melancólica errancia suburbana, un escritor excelente que no hacía demasiado había acaparado las páginas de sucesos de los periódicos más sensacionalistas, y no las de los suplementos culturales como debiera hacer alguien de su talento, tras golpear la cabeza de su otrora amigo Rodrigo Querubini, novelista también, contra la tapa de un inodoro durante la entrega de un conocido premio de literatura en Lyon, episodio violento provocado por una categórica afirmación del segundo sobre el uso de la sinalefa de un tal Max Hermosillo, poeta, tercero en discordia y protagonista involuntario en esa historia de Capacaída, excelso, como podíamos haber dicho, o excelente, como dijimos, siempre ameno y documentado, capaz de enlazar diferentes historias en un mismo párrafo a base de infinidad de comas y de algún que otro paréntesis por si había que echar mano de alguna aclaración adicional (una forma curiosa de escribir ya observada en otros autores que lo habían impactado en menor medida y que a alguno de sus colegas de departamento, masa iliterata, a los dos que leían para ser más exactos, les parecía puro fraude porque aquello de reducir el riquísimo universo de la puntuación gramatical a su mínima expresión en forma de coma y de paréntesis no podía obedecer sino a la poca vergüenza de un escritor con la cara muy dura, de una caradura de dimensiones olímpicas, según el que ejercía de palmero del cátedro) y donde cualquier hecho anecdótico, una respuesta, un recuerdo o un objeto cualesquiera sobre un estante cualquiera servía para dar paso a una narración paralela, derivada, complementaria o no, necesaria o no, estupenda en todo caso, y enriquecedora, cuando notó que alguien, por detrás, tocaba su macuto militar, muy progre, como todo su uniforme, se apoyaba o tiraba de él ligeramente y, al volverse, se encontró con la mirada inquisitiva (o petitoria o, para no complicarnos, indiscernible) de un niño pequeño, así de pequeño, explicó a su compañero en la espera, a la vez que subía la mano izquierda paralela al suelo con la palma hacia abajo hasta la altura de la cadera porque se sentía incapaz de precisar la edad del crío, ya que era muy malo para esas cosas y, para incidir más en su desapego hacia lo infantil, aseguró que llevaba puestas muchas velas a San Herodes y que no les tenía estima ninguna, a los mocosos, salvo a los callados, que eran los menos, esos niños planta con pantalones cortos que toleraban llevar camisas abrochadas hasta el último botón y ser peinados con colonia y raya, si todavía seguían existiendo, y ese niño detrás de él, que tardaba en definirse y cuya actitud podía ser tanto la de planta como la de los otros, lo continuaba mirando de hito en hito, la manita aún agarrada al macuto en bandolera, un chucho muy azucarado en la otra, cuando la madre, una madre de facciones borrosas perdidas en el tiempo, porque la importante en el relato no era ella sino el hijo, comenzó a reprenderle con fingido rigor no exento de cierta autoridad, dirigiéndole un par de miradas de disculpa cómplice que él, cerrado ya el libro bajo el brazo derecho, aceptó con una media sonrisa seráfica que en cierta medida lo reconciliaba, ni que fuese durante esa fracción de segundo (¿es posible fraccionar un segundo?), con el género infantil (o como se llamase) personificado en aquella personita de ojos inquisitivopetitorioindiscernibles muy abiertos, y fue para él sorprendente sentirse, de repente, en aquel breve, mínimo, lapso de tiempo, congraciado no sólo con el chiquitajo y todos los de su especie y tamaño sino, por extensión, con un género humano que consideraba desde siempre lo suficientemente hostil y sintió la necesidad de tranquilizar a esa madre (que tampoco es que pareciese demasiado intranquila) con un dulce (sí, dulce, siendo como eran habitualmente las suyas maneras propias de un sepulturero, cuando no las de una rata de albañal) no se preocupe, con un no ha tenido importancia que la madre, que en realidad era joven además de borrosa, interrumpió para informar al pequeño, producto sin duda de un iniciático amor de devaneo atendiendo a la edad de la chica, de que no había estado nada bien lo que acababa de hacer y que nunca debería haber tocado la mochila del señor, él, lección que el niño recibió con verdadera atención pero cuya expresión de extrañeza reflejó en su rostro no haber comprendido enteramente la enseñanza puesto que, tras el gesto inicial de sorpresa, declaró muy serio, demasiado, que los señores no llevaban mochila, palabras pronunciadas con inocencia que se le clavaron primero en el alma como alfileres al rojo vivo y, luego, en el cerebro, palabras que lo irritaron tanto como lo avergonzaron y que devolvieron al niño al peldaño más bajo de su particular escala de valoración, de donde no tuvo que haber salido jamás, y se convirtió en lo que había sido hasta hacía un instante, su instante de debilidad, en un microscópico y entusiasta mojador de camas, un pertinaz comedor de mocos, un inconsciente metedor de dedos en enchufes (llegado este punto su interlocutor no pudo reprimir una carcajada que trató de ahogar torpemente con el dorso de la mano tras escuchar un admonitorio sonido de sifón que exigía silencio en el centro de salud, emitido por una enfermera de gesto fiero que pasaba por allí), y ese humillante los señores no llevan mochila (ni macuto ni morral, pensó), esas mismas palabras, fueron también las que lo hicieron tomar conciencia de quién era y de cómo lo veían los demás, de lo que se esperaba de él y de lo que a cambio ofrecía, conciencia de que tras él no sólo quedaba aquella escalera mecánica sino una etapa de su vida que debía haber superado hacía tiempo, superado y reorientado, conciencia de que al día siguiente tendría que ser un señor, que ya era hora, aunque quizás le costara algo más de tiempo, para ese niño y para cualquier hijo de vecino, para todo el mundo, para toda la Creación, y para ello comenzaría por tirar las insignias a la basura, cambiar sus deportivas por los más clásicos mocasines, el macuto por la cartera de piel, puesto que el maletín le parecía excesivo, y sustituiría su cazadora y sus viejos tejanos por un traje de mezclilla, unos pantalones de sarga para el verano y una buena americana de paño marrón, su primera compra, que recordaba ahora con precisión dolorosa a la espera de su turno, y retiraría la mayor parte de camisetas y jerseys y vestiría en su lugar camisas lisas, discretas, y elegantes chalecos, tan de moda entonces, y aunque no todo radicaba en el vestuario, cierto, decidió empezar por la ropa, y así daba por concluida la historia de su americana cuando observó su número en el panel luminoso, el ochenta y siete, rojo, y se dirigió, tras despedirse del otro, hacia el mostrador desde el cual, durante la espera, les habían llegado los apagados rumores de discusiones en sordina sobre pruebas, sobre horas, y, mientras cubría los pocos pasos que lo separaban de los administrativos atrincherados detrás, trataba de reproducir mentalmente el próximo encuentro con el doctor Villegas en su consulta, siempre los mismos chistes para que el paciente se sintiese cómodo (un esfuerzo baldío, nunca lo conseguía), hombre de Dios, ¿qué le tengo dicho?, ¿por qué esperó tanto a venir?, pronunciado con un guiño tras simular no recordar su nombre de pila y antes de comenzar la batería habitual de preguntas sobre las más humildes funciones de la vida animal, ya ve, doctor, esperaba a ponerme enfermo, respuesta que interrumpiría el facultativo con la acostumbrada risotada, una risotada de cascajo, o de lisiado, que le recordaba, quizás por el escenario, al ruido producido por un frasco de píldoras al ser agitado.