jueves, 29 de noviembre de 2012

Infancia

“¿Hay algún cuentista en el tren?” Me levanté con la premura que la voz metálica reclamaba y corrí, siguiendo sus instrucciones, hacia el vagón restaurante. El revisor respiró aliviado al verme llegar y me dejó a cargo del viejecito. El anciano miraba el paisaje con los párpados entornados y recitaba, balbuceante, nombres de colinas y prados de la infancia, sumido en una especie de trance. “Fíjese bien. El trigo maduro, el vuelo del grajo. Y ellos… ellos leen, dormitan. Los pasajeros son insensibles. Ayúdeme, por favor”, rogó apretando con fuerza mi mano. Saqué la libreta apresuradamente y comencé a escribir todo lo que me fue dictando.

jueves, 22 de noviembre de 2012

El vejete

Un jaque siempre queda bien, dijo el anciano al dejar su alfil en el tablero. El joven campeón no lo podía creer. Aquel viejecito, que ahora le miraba bovinamente, con sus ojos acuosos muy abiertos y con una afable media sonrisa en los labios, no sólo se había permitido entregar su dama por alfil y caballo, sino que se tomaba la libertad de repetir aquella irritante frasecilla cada vez que jaqueaba al monarca blanco. Respondió al anciano lanzándole una de sus fieras y célebres miradas, que durante tantos años habían amedrentado a los mejores grandes maestros. Éste se limitó a limpiar sus gafas con un pañuelito que sacó del bolsillo superior de su raído traje, escenificando una suerte de meticuloso y pulcro ritual, sin apartar su tierna mirada de la del campeón. La inverosímil entrega de material de aquel venerable aficionado había resultado ser excelente y doce jugadas después el gran maestro se encontraba en una posición desesperada. El vejete sonrió al ver cómo el campeón adelantaba su peón de alfil rey una casilla para cubrir su rey del jaque. Sin apenas pensar, cogió la torre para dar un jaque que parecía definitivo. Quizás para no volver a escuchar aquella jocosa frase de nuevo, el campeón dio un manotazo a su rey antes de que su oponente completara el movimiento, derribándolo con estrépito sobre el tablero. Los catorce niños que completaban la sesión de partidas simultáneas alzaron la vista al oír el golpe. Al otro lado de la sala, los padres de los niños dejaron de cuchichear y los dos periodistas especializados desplazados a la escuela se sonrieron: en un acto de escaso interés, el campeón les había proporcionado un nuevo titular. El joven campeón abandonó la sala con paso ágil, lanzando una mirada incendiaria al escaso público asistente.

En la habitación del hotel el campeón, sentado en la cama, le dedicaba una mirada de reproche a su madre. Había momentos en que se arrepentía de haberle permitido influir de un modo tan determinante en su carrera. Ahora era demasiado tarde para dar marcha atrás. Dirigía en gran medida su preparación, le marcaba la dieta, determinaba a qué actos debía asistir y en muchas ocasiones había ejercido de portavoz ante los medios de comunicación. Desde que abandonaron Polonia siempre había viajado con su hijo y se preocupaba de todos los detalles para que éste concentrara todas sus energías en el juego. Sus viajes le habían permitido disfrutar de los mejores hoteles, restaurantes, boutiques y salones de belleza y ya no era aquella gruesa y desastrada mujer de traje chaqueta color caqui a punto de reventar. Seguía dándole un aire a Charles Bronson, eso sí, pero los cosméticos habían suavizado algo su rostro, cosa que nadie pudo hacer con su carácter, mucho más fuerte que el de su hijo. Después de tantos desvelos, el ingrato le echaba en cara haber concertado aquellas simultáneas en el colegio dirigido por el señor K, estrecho colaborador del presidente de la federación. Con la cantidad de favores que le debían al presidente. El problema no eran los niños, el problema era el abuelo, clamaba el campeón. ¿Qué pintaba aquel vejestorio entre los críos? El abuelo era el mecenas del club del señor K, era un simple aficionado, dijo la madre apurando un vaso de ginebra. Nos avisaron que jugaría y no viste ningún problema, continuó. Mamá, no me cabrees, aquel matusalén jugaba como el mismo demonio, de aficionado, nada. Cuando escojo los candidatos para el título mundial no te quejas tanto, inútil, que eres más inútil que tu padre, respondió colérica a la vez que esquivaba con un felino salto hacia la derecha un jarrón de Manises que volaba directo hacia su cabeza. La discusión fue subiendo de tono y acabó como solían terminar sus habituales trifulcas, con la madre golpeando con saña al campeón con una botella de ginebra rota y con el servicio de habitaciones separando a la poderosa polaca de su hijo.

En el hilo musical sonaba Just a gigolo en la voz de Louis Prima. El campeón estaba en la terraza del hotel, deleitándose con la visión de un grupo de quinceañeras que tomaban el sol en la piscina. Aquel verano se habían puesto de moda unos bikinis especialmente sugerentes. Dejaba volar su imaginación mientras removía con el dedo los cubitos que flotaban en su Fanta. Él se desvivía por la Fanta naranja, pero su secretario le trajo una Fanta limón. Era el primer día del que podía disfrutar desde la última bronca con su madre, hacía ya cinco meses. Las primeras semanas las pasó ingresado en un famoso hospital, tuvo que renunciar a participar en un prestigioso torneo holandés y luego se concentró en la preparación del campeonato continental, al que acudían los mejores jugadores por invitación. Esa tarde se disputaba la última ronda, en el mismo hotel, pero decidió darse un respiro aquella mañana dado que la victoria del día anterior le había asegurado el triunfo. De repente, una chillona camisa hawaiana y unas ridículas bermudas se interpusieron entre su persona y las muchachitas. Alzó la vista y se encontró con la bondadosa mirada de aquel abuelo al que tanto odiaba. Después de la derrota en las simultáneas, la prensa le convirtió en el hazmerreír del mundillo y las relaciones con su alunada madre y el presidente de la federación se habían deteriorado mucho desde entonces. Claro que su rotunda exhibición en el campeonato continental había conseguido que casi todo volviese a la normalidad. Ahora, la sola presencia del encorvado anciano había conseguido disipar de su mente todo lo positivo de aquella placentera mañana: adiós a las chicas, adiós a la Fanta, adiós al campeonato…

¿Usted por aquí? Por el amor de Dios, ¿cómo se atreve a llevar esa camisa, a su edad?, fueron las únicas palabras que acertó a balbucear el desconcertado campeón. De nuevo visita nuestra ciudad… supe que se hospedaba en este hotel y vine a felicitarle por su excelente actuación, contestó el vejete, haciendo caso omiso a la observación del campeón sobre su estrafalario atuendo. ¿Puedo sentarme con usted?, continúo una vez sentado junto al campeón, mientras hacía un gesto al camarero indicando que le trajesen también una Fanta limón. El campeón trató de serenarse y se prometió no perder la compostura. Mientras le servían la Fanta, el viejo dejó con cuidado su sombrero tirolés sobre la mesa y apoyó el bastón en el brazo de la silla de mimbre. El silencio duraba demasiado y el campeón lo rompió con la pregunta que había rondado por su cabeza durante meses, ¿cómo juega usted tan bien? El vejete dejó el vaso sobre la mesa y le miró sorprendido. Soy un simple aficionado. Usted podría estar disputando el campeonato continental, la entrega de material de nuestra partida la hubiese firmado el mismísimo Tahl, dijo en tono serio el campeón. El mismísimo Euwe, le corrigió el abuelo, a la vez que sacaba un pequeño tablero magnético de su mariconera. Con gesto decidido dispuso las piezas en el tablero en la posición de la entrega ante la atenta mirada del campeón. Le tendió sus gafas y le dijo que se las pusiese. Eran unas gafas con una gruesa montura de pasta negra, similares a las popularizadas por Henry Kissinger, de cristales sin graduación aparente. El campeón dudó unos instantes y se sorprendió a sí mismo colocándose las gafas del viejo. Miró a su acompañante y su ahora borroso interlocutor le invitó a mirar la posición con un gesto. El tablero, las piezas, aparecían ante él desenfocados, mezclándose el blanco y el negro en una especie de confusión bicolor. Sin embargo, en una esquina del difuminado juego se distinguía con precisión la figura de un caballo negro. Aquello le produjo un gran desasosiego y cuando iba a preguntar al viejo qué significaba todo eso observó que una de las casillas negras también se perfilaba con toda nitidez. Sintiendo cierto sofoco, lentamente se quitó las gafas con mano temblorosa: le habían mostrado la jugada con la que el anciano cimentó su victoria, la casilla a la que había que mover el caballo negro, la mejor jugada, la jugada ganadora. El vejete se puso de nuevo las gafas y, tras pedir al camarero unas aceitunas, comenzó su relato.

Adquirí las gafas en una subasta celebrada en Amsterdam. En general, se subastaban lotes de escaso valor económico y artístico, por lo que tuvo muy poca acogida entre el público. Sin embargo, a mí me interesaba uno de los lotes, compuesto por algunas pertenencias del excampeón mundial Max Euwe. Destacaba su biblioteca y su colección de lentes e instrumentos relacionados con la astronomía. El lote no suscitó demasiado interés y lo adquirí por una cantidad razonable. Hacía años que tenía noticia de la existencia de unas maravillosas gafas que siempre mostraban la mejor jugada a quien miraba a través de ellas y al fin obraban en mi poder. Las gafas que utilizaba Euwe, ¿se imagina? Como tantos otros hicieron antes, les cambié la montura. ¿Le gusta?, preguntó. El campeón guardó un significativo silencio al respecto. El viejo no se inmutó ante tal desplante y prosiguió la historia.

Habían pasado siglos, habían sido montadas y desmontadas en diversas ocasiones, el propio doctor Euwe le encargó la limpieza y restauración de los cristales a M, su compañero de facultad. Porque, aquí donde las ve, estas lentes habían pertenecido al clérigo español Ruy López de Segura. Posiblemente fueron un regalo de Felipe II. Cómo las obtuvo el monarca es un verdadero misterio, apuntando unos que formaron parte de los tesoros hallados más de medio siglo antes tras la caída del reino de Granada, otros que fueron un presente de un alquimista toledano. Ruy López, que era un excelente jugador, se convirtió en un ajedrecista imbatible gracias a estas maravillosas gafas. Sin embargo, un hombre de su formación y que poseía un tan alto concepto del honor no pudo vivir con la mentira sobre su conciencia y hacia 1570 desmontó las lentes, relegándolas al olvido. Pocos años después sufrió en Madrid sus dos derrotas más dolorosas, frente a los italianos Leonardo da Cutri y Paolo Boi, explicó el anciano. El asombro inicial en el rostro del campeón dio paso a una mueca burlona. Sin duda, el viejo estaba chalado. ¿Gafas en la Edad Media? Alzando leve y parsimoniosamente la mano, el hombrecillo interrumpió al campeón, dedicándole una mirada de profundo desprecio. Señor, son tristemente conocidos los casos de grandes campeones que viven ignorantes de todo aquello que les rodea, salvo el ajedrez. No saben historia, desconocen todo sobre el arte y la literatura, la política les aturde, la ciencia les confunde. Ustedes viven en un mundo irreal, del que no se atreven a salir y al que los demás no podemos entrar. Y retomando su pregunta, señor, ¿acaso no ha visto, ya que no leído, El nombre de la rosa? ¿No recuerda al avispado Guillermo de Baskerville resolviendo los misteriosos asesinatos de la abadía, con sus lentes, en pleno siglo XIV? Además, Ruy López pertenece a la Edad Moderna, ignorante. El campeón guardó silencio pues, efectivamente, ni había leído ese libro, ni había visto la película, ni tenía la más remota noticia de que existiesen. ¿Quién sería ese Guillermo de Baskerville?

Con los ojos iluminados por una extraña luz, el viejo continuó explicando su historia. Lo cierto es que, desde la muerte de Ruy López hasta Euwe, sólo tenemos la seguridad de que pertenecieron a Philidor, a Janowsky y a Tartakower, dijo. Posiblemente las lentes permanecieron olvidadas en algún lugar de la corte durante lustros hasta que le fueron obsequiadas al músico tras una de sus interpretaciones ante el monarca español. Philidor las usó en muy raras ocasiones, ya que su talento estaba tan por encima del de los jugadores de la Francia del siglo XVIII, que no las necesitó para derrotarles. Al no serles de utilidad, las malvendió al comerciante parisino, monsieur R. ¿Qué provecho le podía sacar a unas gafas si el dinero que ganaba con el ajedrez procedía de sus exhibiciones a la ciega?, rió el carcamal. El campeón pasó por alto el chiste y comenzó a tomarse en serio al hombrecillo. El ardor febril con el que enfatizaba sus palabras comenzaron a calar en el joven, apareciendo el fantasma de la duda. Mientras disponía la posición inicial de las piezas sobre el tablero, el campeón pidió a su interlocutor las gafas para hacer la prueba definitiva. Cogió las gafas que le ofreció el viejo y se las colocó otra vez. Miró el tablero. De nuevo destacaba entre el conjunto borroso una pieza y una casilla. Las gafas le mostraban la mejor jugada que iniciaba la partida: el peón de rey avanzaba dos casillas. Colocó las piezas planteando cuatro conocidos problemas, y las gafas siempre hallaban la mejor continuación. Pálido, le devolvió las lentes al viejecillo, que se había vuelto para observar mejor a las bañistas.

Las gafas cambiaron de manos en varias ocasiones, adquiridas por oscuros personajes más interesados en lucrarse que en darles un buen uso. Cada dos o tres años, cinco a lo sumo, cambiaban de dueño. En tan poco tiempo, ninguno de ellos pudo destacar en el mundo del ajedrez. Quizás las utilizó también Staunton, quizás von Lasa. Masticando ruidosamente las aceitunas que había traído el camarero, el viejo prosiguió su historia. Quien sí sabemos seguro que las tuvo en su poder fue Janowsky. Éste sí las aprovechó y alcanzó gran renombre, pero su espíritu ganador hizo que ocasionalmente desestimase las mejores jugadas dictadas por las mágicas gafas, que conducían a las tablas, cayendo derrotado en demasiadas ocasiones. Sintiéndose enfermo, se las dio a su colega Tartakower que, endeudado por su conocida afición a los casinos, se las vendió al doctor Euwe en 1932.

El campeón le interrumpió preguntándole qué pretendía al contarle aquella historia, si quería venderle las gafas. El viejo guardó el juego magnético, se levantó con dificultad, apoyándose en su bastón, y se puso su ridículo sombrero. Usted no es digno de llevar estas gafas, le dijo. No se preocupe por mí, no voy a disputar ninguna competición y no me volverá a ver jamás, pero sepa que estas gafas pronto cambiarán de dueño y cualquiera de sus rivales será el afortunado. Ya no podrá especular con jugadas dudosas porque uno de sus contrincantes sabrá cuál será siempre la mejor continuación. Dejará de ser el número uno. Y no me las intente quitar, la terraza del hotel está llena de los periodistas que cubren el torneo esperando que les proporcione un nuevo titular. Gracias por la Fanta. Y por las aceitunas. Adiós señor. El joven observó cómo el vejete alcanzaba la calle y desaparecía, comprendiendo que pronto dejaría de ser el campeón mundial.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Cruentos ejemplares, nº 2

No soportaba sus rancias canciones, tan mal tocadas, ni sus ridículas medias negras. Aborrecía la bandurria, la pandereta y las cintitas de colorines. Y aquella especie de escarapela también me sacaba de quicio... Y su perilla de gañán. Además, debo confesarle que me descomponen los sujetos que utilizan capa, como Jaime de Marichalar y, sobre todo, Ramón García. Desde siempre. No me pregunte por qué maté al tuno. Pregúntese, mejor, por qué no lo hizo nadie antes.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Uno de espías

El presidente del club y organizador del campeonato se dirigió al selecto público asistente rogándole un comportamiento acorde con el evento. Desde la barra, el agente pudo distinguir entre los socios y aficionados a dos grandes banqueros, al embajador portugués y a un ilustre parlamentario. También reconoció a varios abogados influyentes. Poco antes de las cinco, la hora de inicio de las partidas del torneo magistral de ajedrez de Londres, había hecho acto de presencia en las coquetas instalaciones del club Margaretha Zelle, su verdadero nombre según la documentación que le habían hecho llegar a Finer.

El presidente pretendía silenciar el murmullo admirativo de los allí congregados para seguir las partidas de los ocho maestros, de los aficionados subyugados por la inesperada aparición de la bailarina de origen holandés, por su madura belleza. La prensa, que tanto hincapié había hecho en el mínimo vestuario y en los velos utilizados en sus danzas javanesas, nunca había mencionado su afición por el ajedrez, sorprendente para muchos. Siguiendo el ejemplo de dos caballeros de edad avanzada, el campeón italiano Adriano Anselmi se había presentado a la diva como un incondicional de su arte. Sin embargo, no todo habían sido parabienes tras la rutilante irrupción de la estrella. Tres ancianos y un joven, pertenecientes a un selecto club cuyos estatutos vetaban la entrada a las damas, protestaron enérgicamente por la presencia de la artista y mostraron su descontento abandonando el local indignados. La situación parecía haberse normalizado ya y los jugadores habían tomado asiento, dispuestos a efectuar el primer movimiento. El presidente se secaba el sudor de la frente, había pasado lo peor.

James Finer había presenciado la escena desde el bar, paladeando su copa, apoyado discretamente en la barra. El revuelo causado por la bailarina internacional era más que previsible. No sólo por su delicioso físico, sino también porque los aficionados al juego no estaban acostumbrados a la presencia de una mujer en una competición ajedrecística, y menos a la hora del té. Tampoco él le había quitado ojo a la hermosa Margaretha, la exótica Mata-Hari. El agente Finer había recibido instrucciones precisas y no debía perder de vista a la mujer. Tenía que dejarla actuar, vigilándola estrechamente. Semanas antes de su misteriosa desaparición en el Orient Express, Karl Drechsler, otro de los mejores hombres del Servicio de Inteligencia Británico, había alertado a sus superiores de lo que él consideraba inquietantes movimientos de Alemania. Las distintas informaciones recogidas por el espionaje británico señalaban a la Zelle como posible agente reclutada por los servicios secretos alemanes, pero no existía ninguna evidencia concluyente. Nada más allá de la sospecha de que, aquel viernes de julio de 1914, un espía alemán de identidad desconocida y que operaba desde hacía dos años en las islas iba a ponerse en contacto con H 21, probablemente Margaretha Zelle. Una oscura leyenda rodeaba a aquella seductora mujer. Había sido la amante del hijo de Guillermo II, se creía que trabajaba para los alemanes, se sospechaba que también lo hacía para los franceses, se había asegurado que incluso había pertenecido al servicio secreto británico. Stacy y Ranken la habían seguido durante toda la mañana. Había desayunado tostadas y un zumo de naranja en el hotel donde se encontraba alojada y ojeado un ejemplar de The Times que había pedido a un mozo. Más tarde, había acudido al teatro en el que actuaría a partir del día siguiente y almorzado frugalmente en un céntrico restaurante con el director de la sala. Nada sospechoso. Un coche de alquiler la había llevado hasta las instalaciones que albergaban la competición. Finer entró tras ella. Lansky, el favorito en todas las apuestas para alzarse con el título, colaborador e informante ocasional de los servicios secretos de Su Graciosa Majestad, también permanecería alerta durante el torneo. El agente Woods completaba el operativo en el exterior, por si la bailarina que decía ser hija de un brahmán y una bayadera y presumía de haber nacido en las orillas del Ganges abandonaba precipitadamente la sala de juego.

Apuró su copa y se sentó junto a la mujer para no perder detalle de ninguno de sus movimientos. La dama, que lucía un escotado vestido gris, extrajo un espejito de su bolso y se retocó el cabello. Recogía su oscura melena de arrebatadores reflejos color miel con un pasador dorado. Sus gestos eran lentos, elegantes. Observó su magnífico rostro. Quizás la nariz un poco grande, pero no le restaba armonía al conjunto. Su mirada era aparentemente lánguida pero inteligente a la vez y en ella se adivinaba un punto de ambición. James Finer se amonestó por perder el tiempo evaluando el físico de la bailarina, se encontraba de servicio. Su cometido era otro bien diferente, tenía que mantenerse alerta si quería captar cualquier detalle fuera de lo corriente. Miró a su alrededor. Los distinguidos miembros del club y demás aficionados seguían con interés las partidas, de pie junto a los tableros, o en la distancia, como el vigilante y la vigilada, sentados frente a los cuatro tableros murales que reproducían los juegos. El parlamentario cabeceaba. Finer se fijó en un gordo sonrosado que no perdía de vista a la mujer sentada a su lado, visiblemente inquieto. El agente decidió hacer lo propio con aquel individuo de comportamiento sospechoso.

Pasaron las horas sin que ocurriese nada anormal. La rítmica cadencia del paso del tiempo en los relojes de competición, algunas toses, conversaciones lejanas, en la zona del bar. La dama se levantaba de vez en cuando para ver de cerca a los jugadores, y prestaba especial atención a las partidas del máximo favorito, Lansky, y de Dagot, un atractivo militar francés de mediana edad que jugaba de uniforme y uno de los ajedrecistas más fuertes de su país. Era evidente el desinterés por el juego de Anselmi, cosa que irritaba al italiano, que no cesaba de levantar la vista para atraer la atención de la famosa bailarina. En una de las idas y venidas de la diva, Finer observó cómo las mejillas del gordo enrojecieron cuando Margaretha le rozó al dirigirse hacia la zona de juego, donde permanecía cerca de un cuarto de hora antes de volver a tomar asiento. No podía descartar ninguna posibilidad todavía, pero la actitud de aquel hombre se parecía más a la de un tímido admirador que a la de un espía. Aquél no podía ser el contacto. Entre jugada y jugada, Lansky también controlaba la sala, en busca de una señal, de algo fuera de lo ordinario. Nada.

El militar francés jugaba enérgicamente sobre el enroque de Sir Sutherland, pero tenía material de menos. Los dos irlandeses del cuarto tablero porfiaban en una posición muy igualada, anodina, según observó la hermosa artista. Su boca era carnosa. Finer asintió y comentó alguna obviedad. Mata-Hari llamó su atención sobre el poderoso alfil del francés aquí ella le hizo un guiño que el agente no supo entender y el interesante desarrollo de la partida del favorito, de la que le comentó en voz baja los últimos movimientos. Al poco, Lansky y su oponente, un terrateniente brasileño de oronda figura, firmaron tablas en el juego que Margaretha le acababa de comentar, una partida que podría haberse prolongado durante más movimientos, según su modesto entender. Anselmi perdió su partida al ser incapaz de frenar las fuertes acometidas de un belga que presumía de poseer las patillas más pobladas de Occidente. Finer la valoró, dentro de sus evidentes limitaciones, como una partida espectacular.

Poco después de la rendición del italiano, el gordo de extraño comportamiento se puso el abrigo y salió del local. Finer siguió sus pasos y se asomó a la puerta principal. Con una seña le indicó a Woods que le siguiera calle abajo, por precaución. Woods agradeció la orden con una leve inclinación de cabeza, se le estaban entumeciendo los huesos, y, levantando el cuello de su abrigo, se adentró en la brumosa noche londinense tras el sospechoso. En la sala de juego todo continuaba igual. De hecho, salvo la anécdota del obeso enamorado, porque todo parecía indicar que se trataba sólo de una anécdota, todo continuaba igual, igual, exasperantemente igual desde el inicio de las partidas. Los alemanes acostumbraban a pasar los mensajes en forma de pequeñas bolas ocultas bajo las uñas. O dentro del oído. Nada de eso había podido ocurrir en el club. Ni una aproximación a la hermosa artista, nada extraño.

El silencio envolvente de la competición y el sigilo con el que se movían los presentes habrían delatado cualquier comportamiento diferente al habitual, el más insignificante agente, el menos avisado, lo habría advertido. Finalizaron las dos partidas restantes con sendos empates. Mata-Hari se dispuso a abandonar el recinto, como los demás asistentes, pero antes se acercó al oficial francés y se presentó. Finer encontró aquel gesto sumamente descarado para una mujer, pero la moral de las artistas del continente parecía ser muy diferente a la que debía tener una dama inglesa. Se encolerizó al ver que al mismo tiempo la bailarina deslizaba la tarjeta de su hotel bajo los guantes del oficial, todavía encima de la mesa. Qué atrevimiento. Relacionó aquel gesto más con la atracción que se decía sentía la exótica Margaretha por los uniformes y los militares contenidos en su interior que con la propia misión de seguimiento en el torneo de ajedrez. A pesar de ello, no quiso que en su informe quedasen cabos sueltos. Se acercó a Lansky y, tras felicitarle por la excelente competición realizada hasta el momento, le dejó encargado averiguar si la tarjeta escondida debajo de los guantes de Dagot contenía algún mensaje. Recordó el comentario sobre el poderoso alfil del francés... no, no podía admitir semejante grosería. Ojalá aquella mujerzuela con maneras de cortesana abandonase las islas cuanto antes. Era amoral, indignante.

Superado el silencio de las partidas, los admiradores de la artista se congregaron a su alrededor. La mujer era realmente atractiva. Y encantadora, hasta Finer debía admitirlo. Atendió con coquetería a todos aquellos caballeros hasta que llegó un coche que la condujo hasta donde se hospedaba. El agente fue uno de los últimos en dejar el club. Respiró satisfecho, allí no había ocurrido nada, aún en el supuesto de que la Zelle fuese una espía alemana, cosa que él ponía en duda. Una mujer guapa, deslumbrante, y famosa no podía ejercer de espía, en tanto que en cualquier aparición pública se convertía en el centro de todas las miradas. El buen agente secreto debía ser, ante todo, discreto como él. Invisible. Salvo que Woods o Lansky descubriesen algo revelador, en su informe reseñaría la inocencia de Mata-Hari. La investigación debía reorientarse, en su opinión, hacia la otra sospechosa, Clara Benedict.

Era una de las mejores suites del hotel. Mata-Hari había exigido que la decorasen con motivos orientales. Incluso había hecho traer algunas piezas de su residencia de Neuilly. Aprovechaba cualquier pretexto para alimentar la misteriosa leyenda que rodeaba su origen. Java, la India... Sin cambiarse de ropa, tomó una cuartilla con el membrete del hotel en uno de sus ángulos superiores y se sentó frente al secreter, donde había un pequeño elefante de marfil y un tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas en la posición inicial. Siva, atento desde un rincón de la estancia, observaba el rutinario quehacer de la espía. Comenzó a reproducir una de las partidas presenciadas aquella tarde y a anotar las jugadas en la cuartilla: 1. e4, c6; 2. d4, d5; 3. Cc3, dxe4; 3. Cxe4, Cf6... Simplemente había tenido que memorizar la partida de Lansky, todo había resultado muy sencillo, hasta gracioso. El tipo obtuso sentado a su lado toda la tarde había confiado parte de su vigilancia al agente doble Lansky, Suchowljansky, H 16, sin lugar a dudas el mejor espía del kaiser. Y precisamente Lansky, y el brasileño, otro hombre de entera confianza, habían sido los encargados de hacerle llegar el mensaje cifrado por medio de una partida preparada de antemano, un mensaje evidente, público, una información vital comunicada a la vista de todos los asistentes. Transcribió las veinte primeras jugadas separándolas adecuadamente y extrayendo los símbolos innecesarios, listas para su decodificación: e4c6d4d5 cc3de4 ce4 cf6gf6 cf3 ag4c3 dc7 ad3e6 ae3 cd7h3 ah5g4 ag6h4000 ag6hg6 da4 rb8000 cb6 dc2 cd5c4 ce3fe3f5g5 ag7 dh2dh2. La notación algebraica, adoptada por Alemania en el siglo XVIII, apenas se utilizaba en Gran Bretaña, país donde el sistema descriptivo gozaba de gran aceptación. Abrió el libro de códigos. “H 21 regreso inmediato Berlín. Instrucciones precisas. Posterior misión Francia. Inminente guerra europea”. Regresaría de inmediato a Berlín, sí, pero no podía cancelar las tres actuaciones contratadas, resultaría demasiado sospechoso. Sacaría un pasaje para dentro de cinco días. Primero tenía que destruir unos cuantos documentos... y concertar una cita para el lunes con un atractivo oficial francés, jugador de ajedrez, de nombre Dagot, en el Ritz.