miércoles, 26 de febrero de 2014

El maestro Pallardó

Como tenía la mañana libre me acerqué hasta el campo del Júpiter. Había visto en el diario deportivo que el Sants, el equipo a cuyos partidos iba acompañando a mi padre en mi adolescencia, jugaba allí. Me encontré con que el estadio estaba medio vacío. Recordé con añoranza esas mismas instalaciones llenas a rebosar cuando ambos conjuntos disputaban los derbies en Tercera. Aquel ambiente de fútbol, aquella pasión de la rivalidad local. Las gradas, sin embargo, ofrecían ese mediodía un aspecto desolador. Los dos clubes estaban pasando por una delicada situación, tanto económica como deportiva. Apenas cuatro viejos aquí y allá, grupos de chiquillos con el chándal rojinegro de las secciones inferiores del equipo local y familiares y novias ocupando algunos de los asientos de plástico azul oscuro de tribuna. Imagino que el panorama será similar en la mayoría de campos de las categorías territoriales. Corren malos tiempos para el fútbol modesto.

Dio inicio el partido. Por megafonía se dieron las alineaciones de ambos equipos precipitadamente, ya con el balón en juego. El Sants pronto empezó a trenzar buenos pases en el mediocampo pero en cuanto abría la pelota a la banda las jugadas de ataque se perdían en centros espantosos. Dos esféricos consecutivos fueron a parar a la calle, golpeando con virulencia uno de ellos en el tejadillo de la churrería de la calle Cantabria. Los locales parecían muy desorientados. Se los veía desbordados y sin capacidad de reacción ante las acometidas del Sants. A los diez minutos comenzaron a oírse los primeros murmullos de descontento.

- ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá! –escuché gritar a uno de los vejestorios sentados unas cuantas filas detrás de mí.

Uno de los chavalines en chándal que tenía cerca empezó a imitar la voz del abuelo por lo bajini. Los otros rieron. Un pecoso aplaudió la gracia como un chimpancé al que acaban de obsequiar con un plátano tras un número circense. Alguien a mi derecha chasqueó la lengua. Creí entender que el anciano era un habitual y que sus comentarios no siempre eran demasiado bien recibidos por la propia parroquia local. Un centrocampista grisgrana dio un pase horizontal horripilante, dirigido al lateral derecho, que se perdió fuera de banda. Tan sencillo en apariencia como mal ejecutado.

- ¡El pase de la muerte, tú! ¡Éste tío sí que ha hecho el pase de la muerte! –volvió a protestar la voz del veterano seguidor.

El partido poco a poco fue igualándose, más por demérito del equipo visitante que por mejora en el juego del Júpiter. Chocó un delantero local con el central del Sants, quien cayó al suelo como fulminado y, acto seguido, comenzó a retorcerse sobre el césped artificial agarrándose con la mano el tobillo derecho y chillando como un animal malherido. Nadie lesionado de verdad grita de ese modo. Lo sabíamos todos los espectadores, lo sabían los futbolistas. Quizás incluso también el árbitro quien, a pesar de todo, autorizó la presencia del fisio de los franjiverdes.

- ¡Está malito el nene!, ¡está malito el nene! –se mofó el abuelo. También él se había dado cuenta de que el del Sants había simulado la lesión con intención de forzar una tarjeta para el adversario y detener el juego. El defensa cojeó de manera ostensible hasta alcanzar la línea lateral, ayudado por el fisio. Pidió reincorporarse al campo inmediatamente–. ¡Qué doctor, tú!, ¡qué doctor más bueno!, ¡eso es un médico! –siguió burlándose de la instantánea curación del fornido defensor aquel yayo tan crítico.

Masculló el de mi derecha algo que no conseguí entender. Por el tono no me pareció amable. Dedicó hacía atrás una mirada significativa. Era evidente que ambos eran habituales en la Verneda y que el veterano comentarista no le caía precisamente bien. A mí, sin embargo, el chascarrillo me había hecho gracia y sonreí, buscando identificar entre las últimas filas al ingenioso caballero.

Lo reconocí enseguida. Había perdido bastante pelo y se le veía con algunos, demasiados, kilos de más. Maurici Pallardó parecía el gran gorila blanco, sentado con las piernas separadas y recostado hacia atrás, las manos descansando sobre los muslos. Estaba solo. Parecía como si nadie hubiese querido sentarse cerca de él. Seguía el partido con atención y la boca medio abierta. Tenía el tembleque que le recordaba de los últimos torneos en los que lo había visto, hacía como cosa de año y medio, si bien más exagerado. El maestro Pallardó era una institución en el mundo del ajedrez, un raro caso de jugador admirado por los más veteranos y respetado por quienes hacía poco que se habían iniciado en el juego. Yo nunca había tenido ocasión de hablar con él y jamás un sorteo nos había emparejado delante de un tablero pero había visto cómo grandes maestros y fuertes maestros internacionales siempre tenían una buena excusa para saludarlo entre ronda y ronda o para acercarse hasta su partida, recién acabada, y comentar con él alguna línea. A Pallardó le apasionaba el ajedrez. Podía vérsele a menudo analizando las posiciones de los chicos que empezaban en el club, detalle, o más bien concesión, del todo inusual en alguien de su contrastada categoría. Aunque su nivel había decaído con el paso de los años, todavía podía considerárselo un fuerte ajedrecista, capaz de dar aún algún susto a los primeros del ranking en los torneos en los que participaba.

 - ¿Cómo cuelgan balones al área si son todos enanos? Chico, es que no saben más –se mofó Pallardó de los suyos.
- ¡Cállate ya, chalado! El abuelo éste de los cojones… –le increpó mi vecino de localidad.
- ¡Payaso! ¡Estamos hartos, cada semana la misma cantinela! –se oyó a otro. Tenía aspecto del chorizo habitual de estación de autobuses o de cosa mucho peor.
- ¡Quédate en casa, abuelito! –se sumó al linchamiento un tercer descontento desde algún lugar. Me pareció que empleaban una crueldad, una saña excesiva para manifestar su disconformidad con el maestro.

Pallardó los miró con los ojos acuosos. Movía el labio inferior. Le temblaba como una hoja. Su mirada se cruzó con la mía. Ensayé un tímido gesto para llamar su atención por si me reconocía de haberme visto en las salas de juego. O de aquel verano en Benasque, hace ya tantos años, cuando tuve ocasión de verlo analizar por primera vez. Aquel año estuvo jugando siempre en los tableros de arriba del internacional y creo que acabó entre los diez mejores y llevándose el premio de belleza por una partida en la que entregó a un belga una torre y un alfil por dos peones. Un resultado muy meritorio habida cuenta la dureza de una competición de esas características. Dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, en el pirineo oscense, y lo vimos, de pie, conversando amigablemente con dos adolescentes, como nosotros, que miraban una partida sentados en una especie de merendero. El maestro preguntaba a uno de ellos por la partida de la ronda de la tarde anterior, por la continuación, ya que había visto que habían llegado a una posición interesante de ataque sobre enroques opuestos. Los chicos parecían abrumados por el interés del maestro en la línea jugada hacía apenas unas horas. El compañero de club que me acompañaba y yo nos acercamos y disfrutamos del modo didáctico en que el maestro Pallardó le explicó al muchacho cómo podría haber seguido para salvar la posición. Lo recuerdo fijando sus ojillos en los escaques, sujetándose la barbilla y golpeando con acompasada suavidad el labio con el dedo índice antes de ejecutar los movimientos en el tablero. Explicando el porqué de cada jugada, la razón por la cual había que descartar la que nos parecía la mejor defensa. Un auténtico placer para todos nosotros, meros aprendices.

No me vio, sin embargo, el maestro. Seguía atento las evoluciones de los futbolistas, quienes corrían arriba y abajo tratando de coordinar, sin mucho éxito, jugadas con criterio. Decidí acercarme a él al final del partido y saludarlo. Una serie de pases en corto de los jugadores del Júpiter acabó en un corte de los nuestros y un rápido contraataque del Sants que el portero local supo desbaratar con una excelente intervención. Aquello volvió a encresparlo.

- Pero, ¡cámbiala, cámbiala! ¡Tonto de baba! Sólo saben jugar a la sombra de tribuna. Pero, ¿no ves que el chaval está solo en la otra banda? –se cebó en el extremo que había acabado perdiendo el control del balón. Reclamaba un pase en largo que jamás se produjo.
- ¡Tonto de baba!, ¡ha dicho tonto de baba! –volvieron a burlarse los cadetes del Júpiter. Se estaban pasando una bolsa de pipas. Nunca habían oído llamarle así a nadie.
- Abuelo, si no hacen esos cambios de orientación en el juego es porque no dan más de sí. Si supieran hacerlos no estarían jugando en Preferente, ¿no cree? Estarían en Segunda B o en Tercera –se oyó a uno decirle a Pallardó para, a continuación, añadir dirigiéndose a la grada en general–, éste se piensa que aquí va a ver a Schuster o a Platini.
- ¡Qué malos son, qué malos son! –seguía, él a lo suyo, el maestro Pallardó. Y repetía en un susurro– ¡pero qué malos!
- ¡Que te calles, carcamal! Ya me estás calentando. No quiero oírte más, ¿te enteras? A ver si animas un poco, que parece que sólo vengas aquí a desmoralizar a los chavales –se volvió vociferándole como un energúmeno el que supuse sería el padre de uno de los jugadores.
- ¡Hartitas nos tienes ya, abuelo! –aprovechó el revuelo general que había provocado el maestro una novia de futbolista que tenía pinta de fulana con varios trienios, la cual seguía el partido parapetada detrás de unas gafas de sol de agente de tráfico norteamericano.

Sólo entonces pareció Pallardó tener conciencia de la animadversión general del público hacia su persona. Los niños le dirigían gestos burlescos con total impunidad y un hombre que tomaba notas dos asientos más allá, acaso un directivo o un ojeador, también se rió de él abiertamente. Continuaba el veterano ajedrecista con la boca abierta, con expresión desolada, ahora con la mirada concentrada en sus gastados zapatos color marrón. Una pena inmensa se apoderó de mí al ver el cruel declive del gran campeón, convertido en patético bufón, en el tonto del pueblo. Un indescriptible sentimiento de tristeza y de vergüenza, tanta que decidí no decirle nada al término de los noventa minutos. Por él, por mí. El respetadísimo maestro para aquella gente no era más que un viejo chocho, una ruina desquiciada, un pelele del que mofarse. Al cabo, se levantó y se marchó con la cabeza gacha. Nadie le hizo el menor caso.

Se perdió la victoria del Júpiter por dos a uno.

lunes, 10 de febrero de 2014

Enmascarados ilustres

Después de firmar unos cuantos autógrafos a los fans que llevan horas esperando en la calle y de atender brevemente a la prensa, saludo al organizador del evento y entro. Los músicos de la orquesta llevan antifaces de fantasía, guiño evidente a los ilustres enmascarados en cuyo honor se celebra la fiesta.

Robin cuchichea algo al oído de Batman. Éste asiente y le da un trago a su combinado. Probablemente hablan de Spiderman quien, acodado en la barra, se mantiene a prudente distancia. No es ningún secreto que ambos superhéroes no pueden ni verse desde el rodaje de su última película. Bailan animadamente El Zorro y El Llanero Solitario. Localizo a El Hombre Elefante con el saco de arpillera habitual. Y a El Hombre Invisible. Estrena vendaje. ¿Dónde estará El Fantasma de la Ópera? Lo busco con la mirada. El Hombre de la Máscara de Hierro se disculpa tras pisarle la capa a El Guerrero del Antifaz. Desde mi posición diría que va medio trompa.

Cuánto tiempo, dichosos los ojos, me alegro de verte, me dice El Hombre Enmascarado y me palmea la espalda. Y yo, incómodo, le pregunto ¿y las chicas?, ¿es que no hay chicas en esta fiesta?