jueves, 19 de marzo de 2015

Desierto rojo

Subo a la tarima del rincón, carraspeo, busco las gafas en el bolsillo de la camisa y me las coloco con la mano libre. Me acerco al micrófono, lo oriento y le echo un último vistazo a los folios doblados por la mitad. La liturgia habitual de los viernes. Vuelvo a aclararme la voz. Soy el que peor lo pasa a la hora de compartir mis poemas en las lecturas del Desierto rojo. Al resto se los nota más cómodos.

Declamo bajo el foco lo mejor que sé una poesía que escribí semanas atrás. De vez en cuando levanto la vista y veo al grupo que llena el local formando semicírculo alrededor del pequeño escenario, con la barra y el botellerío al fondo. Sigue con atención mis versos, incluidos los camareros, y distingo en la penumbra a quien cabecea como afirmando lo expresado en mis rimas. Gano la seguridad suficiente para acometer la lectura de un segundo poema, que algunos conocerán porque fue publicado hace dos años en una antología que recogía los mejores trabajos de los jóvenes poetas más prometedores de la ciudad. Las nuevas voces, que dicen. Al inicio del tercer endecasílabo oigo un murmullo que, al poco, se va haciendo más y más molesto. Levanto los ojos del papel un instante y, sin dejar de leer, reconozco al muchacho bajito de la gorra proletaria que últimamente se deja caer por el Desierto. Él es quien, al hablar en voz alta, provoca ese runrún tan incómodo para mí, quien rompe la comunión que había logrado alcanzar con los asistentes. Elevo el tono y el joven poeta parece adoptar la misma estrategia porque cada vez percibo con mayor nitidez el timbre de su voz, tan característico, tan desagradable, tan irritante, como de cañería herrumbrosa por la que corre cazalla. Maleducado. ¿Acaso no he eschuchado yo con el debido respeto cuando le ha tocado el turno y ha subido a leernos sus poemas sociales? ¿Acaso no es lo que hemos hecho todos? El Jabato, Rosa, Pablo y Mar, Enrique, Gecé, Rodrigo, Antoine. Supongo que le está contando algo al Chapu, que está a su derecha con un vaso largo en la mano. ¿Un chisme que no podía esperar al intermedio? ¿Un recado urgente? Lo dudo. Así que hago de tripas corazón y sigo adelante, todo coraje, y les hablo del desgarro de mi desamor, de la evanescencia, del desarraigo. Porque yo soy mejor poeta que él; porque soy más intenso; porque incluso soy más alto que él; porque tengo más educación; y porque, ¡qué coños!, el micrófono lo tengo yo y se me tiene que oír, a pesar de mis habituales titubeos, mejor que a él por muy buen recitador que sea. Leo, declamo, interpreto con una emoción y un aplomo desconocidos el tercero de mis textos con ese incordio de rumor zumbando de modo inmisericorde en mis oídos. En mis odios. Y lo hago realmente bien. Todos son testigos privilegiados del triunfo indiscutible de mi lírica rutilante. Por primera vez, después de tantos meses, me siento más que a gusto. Poeta laureado por una noche.

Aplausos. Más que aplausos, una ovación. Atronadora y sincera. Doy las gracias, francamente complacido me inclino igual que un actor teatral al final de la función, escondo los papeles doblados en el bolsillo posterior del tejano. Caigo, de repente, en la cuenta de que cuando se ha producido el estallido de aplausos y vítores todavía no había terminado con mi tercer poema sin título. Me quito las gafas de cerca y observo cómo todos están vueltos hacia el muchacho bajito de la gorra proletaria quien, sonriente, agradece el reconocimiento unánime del auditorio y que muchos de esos aficionados a la poesía, entusiasmados, lo estén felicitando con tanta efusividad. El Chapu, ahora, echa un trago de un botellín y yo le ruego, por señas y desde la distancia, aquí arriba, en la tarima, que me vaya pidiendo otro para mí.

domingo, 8 de marzo de 2015

En un lugar llamado M (Rosa Martínez y David Vivancos Allepuz)

Los emianos viven en la tinta de las emes mayúsculas de los titulares de los diarios de todo el mundo. Mimetizados en su medio, los habitantes de M son de color negro teléfono y ésa es la causa de que las emes sean sensiblemente más oscuras que el resto de las letras que integran los titulares de prensa. Este fenómeno tonal es apreciable a simple vista, si bien pocas son las personas que parecen haberse dado cuenta, hasta ahora, de ello. Los moradores de M son minúsculos, meras partículas, y gozan de una gran vitalidad. Se mantienen en constante movimiento, son inquietos, yendo de aquí para allá sin superar los límites de la letra que los alberga. Se nutren de luz, solar o artificial, y de la mirada de los lectores. Si faltara cualquiera de estas dos fuentes de alimentación, se desvairían lentamente y languidecerían hasta morir.

Los emianos son un poco coñazo. Y no únicamente por el carácter pesimista que les confiere el hecho de vivir en un mundo de completa oscuridad y de ser, ellos mismos, negros como tizones. Es que, además, son muy responsables y respetuosos y temerosos de las leyes. Eso se debe a la propia fragilidad intrínseca del país. Desde pequeñitos se les ha inculcado la idea de que cualquier descuido podría suponer su fin. Un grifo abierto. Una chispa que salta capaz de reducir a cenizas no sólo al país entero sino también al conjunto del diario. Por tal razón los pequeños emianos han decidido renunciar a la electricidad, al uso de las canalizaciones de agua corriente y a la mayor parte de los últimos avances tecnológicos y se han acostumbrado a vivir, prácticamente, como trogloditas. Ni siquiera se lavan. Recientemente fueron descubiertas un par de comunidades cuyos habitantes se comunicaban entre sí por medio de extraños gruñidos en los cuales preponderaba el sonido de la letra eme. Y es una pena esta involución porque, desde siempre, al pueblo de M se lo tenía como ejemplo de aficionado a la literatura y a las artes, en general. Aún así, les encanta mirar las estrellas, y en las noches en las que el cielo está cuajado, salen al campo y hacen hogueras de papel celofán rojo y amarillo y se congregan alrededor de ellas mientras envidian aquel fulgor.

M es un país de contrastes dividido entre sus altas cumbres de hielos perpetuos y su oscuro y frondoso valle. En el norte de M las plazas son empinadas, los caminos trazan constantes subidas y bajadas y hay un sinfín de pendientes vertiginosas dificultando la circulación de carros y carretas. Hasta las viviendas son puntiagudas y las pirámides están de moda. En el sur, por el contrario, abundan las convergencias y no son raros de ver edificios que imitan la silueta inclinada de la célebre torre pisana. En las partes occidental y oriental del país predominan, como es lógico, las líneas verticales en todos los órdenes de la vida.

Si tienes pensado visitar M no olvides llevar linterna y pilas de repuesto aunque, particularmente, si tuviera que recomendar un lugar al cual ir de vacaciones, dejaría el plan para más adelante y me decantaría, en primera estancia, por J. No sólo por su reconocida belleza y el colorido de sus paisajes, auténticas postales impresionistas, sino también por la bonhomía de sus gentes y, sobre todo, por la alegría de sus famosos bailes regionales.


(Relato coescrito con Rosa Martínez para el proyecto 12.24 : 12 défis, 12 retos, 24 autores, 24 auteurs de Caroline Lepage)