lunes, 14 de diciembre de 2015

Eolia, en antena

Qué bien suena un microrrelato cuando está bien leído. Y más con la voz de Ana Vidal. En el siguiente enlace podéis escuchar el programa Soles en el Ocaso del pasado viernes, en el cual leyó, a partir de la hora y cinco minutos, un puñado de microrrelatos dedicados a ciudades, firmados por la propia Ana, Fulgencio Susano García, Jorge Fernández-Bermejo, Luisa Hurtado, Elisa de Armas, Rosa Martínez y yo mismo. Aquí tenéis Eolia, mi ciudad imaginaria, que fue leída en el programa conducido por Miguel Ángel Pérez Calero

EOLIA

No encontrarás en los atlas noticia alguna de la república volandera de Eolia, sencillamente porque ésta no tiene una localización fija y sus coordenadas dependen del capricho de los vientos. La frontera de Eolia se desplaza de aquí para allá, de norte a sur y de este a oeste, varias veces al día, arrastrada por ventiscas y temporales, por huracanes y ventoleras, y a ella van a parar las hojas caídas de los árboles, los envoltorios de los caramelos, las bolsas de plástico y las colillas, el correo comercial dejado en los buzones y las palabras pronunciadas sin convicción y que ha de llevarse el viento. Y aquéllas que el eco jamás devolvió. Y, asimismo, los sombreros y los paraguas rotos en las tormentas. Eolia es como un cementerio de cosas inútiles y de frases y promesas susurradas a la luz de la luna que han acabado olvidándose.

En Eolia los topógrafos se desesperan ya que no hay accidentes geográficos. Y los paisajistas porque no encuentran estampa campestre que pintar donde no se distingan, como mínimo, dos o tres molinos quijotescos. Las brújulas no sirven de nada y, en su lugar, los marinos y los excursionistas, que saben de esto un rato largo, tiran de veleta, preferiblemente de las de gallo silueteado. Porque nadie precisa ir más al norte o más al sur, porque a lo que únicamente todos aspiran, en realidad, es a seguir con docilidad la dirección del viento imperante. A dejarse llevar. Los habitantes del país, de Eolia, gente por lo común liviana y de temperamento voluble, han llegado hasta allí contra su voluntad, empujada por la fuerza implacable del aire en movimiento. Se distinguen con facilidad de los turistas, además de por su peso mínimo, por tener los ojos verdes, que dicen los poetas que es el color del viento. Y por andar siempre mirando hacia arriba, hacia los tejados. Esto último obedece a su obsesiva fijación, ya señalada, a seguir la dirección marcada por las veletas que se recortan en el cielo gris.

Al visitar Eolia conviene, como precaución, llenarse los bolsillos de piedras, concluye R. la lectura y me tiende el folleto. Le brillan los ojos ante la perspectiva de unas vacaciones compartidas en el país del viento. Los tiene verdes, los ojos, como las algas, como las esmeraldas, como los de aquella gente volandera de la que acabamos de saber. Ven volando a Eolia, repito para mí el ridículo eslogan y pienso en que podían haberse esmerado un poquito más los de la agencia. Y también, qué caramba, en que podríamos permitirnos un viaje así.

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